“La guerra nos ha estropeado a todos.
Ya no somos jóvenes. Ya no queremos conquistar el mundo. Somos fugitivos. Huimos de nosotros mismos. De nuestra vida. Teníamos dieciocho años y empezábamos a amar el mundo y la existencia; pero hemos tenido que disparar contra esto. La explosión de la primera granada nos estropeó el corazón. Estamos al margen de la actividad, del esfuerzo, del progreso… Ya no creemos en nada; solo en la guerra.” Sin novedad en el frente. Erich Maria Remarque.
“Porque no reconozco este mundo, un mundo en el que todo ha cambiado. Hasta el mal es distinto. El pasado ya no me protege. No me tranquiliza. Ya no hay respuestas en el pasado. Antes siempre las había, pero hoy no las hay. A mí me destruye el futuro, no el pasado.”
Voces de Chernóbil. Svetlana Aleksiévich.
La ineludible frialdad del diccionario define la guerra como una “lucha armada entre dos o más países, o entre grupos contrarios de un mismo país”. Huyendo de esa lejanía busco interpretaciones en la literatura. Pero, para comprender, a veces hay que ir tras la realidad que desgarra en presente. Escribió la periodista Margaryta Yakovenko, cuya familia escapó el fin de semana de la ciudad ucraniana de Mariupol, que la guerra es “comprobar si los cimientos del sótano en el que antes guardabas confitura de cerezas van a resistir un bombardeo. Son las sirenas antiaéreas sonando en Kiev, la gente escondida en el metro, que se construyó profundo durante la Guerra Fría por miedo a las bombas estadounidenses. Y ahora resulta que las bombas que dan miedo son las de tu vecino de toda la vida. La guerra es el pánico que encoge tus entrañas cuando tu familia no te coge el teléfono. Y marcas de nuevo. Marcas una y otra vez hasta que alguien contesta al otro lado y entonces sientes un alivio tan grande que en vez de hablar, lloras (…) Entender que ahora tus tíos, abuelos y primos son refugiados. Repetirte esa frase y no acabar por captar todo su peso”.
Eso es la guerra y ha estallado. No es que no seamos conscientes de enfrentamientos indescriptibles en nuestra cuestionable modernidad —llevamos once años mudos e inmóviles viendo a Siria desangrarse—, sino que se nos han acercado. Cuando tocan las puertas de Occidente duele distinto. Timothy Garton Ash dice que esto cambiará la mirada sobre Ucrania: “Habíamos olvidado, en nuestros años ilusos después de la Guerra Fría, que así es como las naciones se inscriben en el mapa mental de Europa: con sangre, sudor y lágrimas”. Lo que hay que padecer para importar —por eso tantas veces el valor se reconoce en los libros, cuando el otro ha desaparecido.
Hemos visto retazos de esta guerra en directo: filas eternas de carros, fronteras abarrotadas de gente que ha dejado lo que ama bajo las bombas, personas abrazadas a fusiles de película, familias con niños que aún no comprenden el horror —o que entienden demasiado—, casi sin equipaje y cargando a sus perros y gatos en refugios, animales a merced del abandono en la adversidad, ellos sí limpios de cualquier idea de la guerra, así la hayan padecido durante milenios por convivir con el hombre. Contemplamos el desconsuelo de los ganadores de la peor lotería, de quienes días antes relacionaban la palabra ‘refugiado’ con las noticias y ahora son los protagonistas.
Un niño de unos cinco años que huía con su madre se apretaba los ojos intentando evitar que le rodaran las lágrimas, explicando que dejaron a su padre en Kiev para ayudar a “sus héroes”. Lo miraba y pensaba cómo nos marca la guerra. La semana pasada encontré un libro que le hice a mi papá cuando tenía ocho años, en 1993. Entre poemas y adivinanzas, escribí un cuento con el que sigo asombrada: “…y el jefe le dijo: por castigo tomarás un puesto para la guerra. ¡Oh no, dijo él, haré lo que sea a cambio de eso! (…) Al otro día el señor se tenía que marchar para la antigua Yugoslavia…”
Los ucranianos han explicado cómo las protestas del Maidán en 2014 borraron diferencias de lengua y religión, dando paso a una nueva sociedad partidaria de la libertad (escogen a Europa, no a Putin). Veo ahí la raíz de la valentía de quienes decidieron quedarse en Ucrania y recibir las armas que les ofreció el Presidente Zelenski para la legítima defensa de su nación. Pero, además, ya la ley marcial obliga a la permanencia de hombres entre dieciocho y sesenta años, llevando a la división de miles de familias, a que la espera en las fronteras esté llena de mujeres y niños llorando porque no saben si volverán a ver a sus padres, hijos y hermanos, y a que esos que se quedaron deban implicarse en una lucha de poder con la que nada tienen que ver. Demasiados héroes sin elección.
“Habíamos creído que nuestra misión sería muy distinta y nos encontramos con que nos preparaban para el heroísmo como quien adiestra caballos de circo”, escribió Erich Maria Remarque en Sin novedad en el frente. Admiro el espíritu del pueblo ucraniano, que me duele como difícilmente puedo explicar, además de ser consciente de la soledad de esa nación por no lograr a tiempo integrar las fronteras de Europa o de la OTAN —las que se defienden sin chistar. Es la lucha como única opción para sobrevivir. Pero es una desgracia que condenemos a cada generación a la guerra, que destrocemos cada vida.
Recurro a dos ideas de Svetlana Aleksiévich en Los muchachos de zinc: “El derecho del hombre a no matar. A no aprender a matar. No está escrito en ninguna de las constituciones existentes” y “Un solo hombre. Único para alguien. El hombre no debe verse desde la perspectiva del Estado, sino desde la perspectiva de quién es para su madre, para su mujer. Para su hijo. ¿Cómo recuperar la perspectiva normal?”
También resalto estas palabras de Octavio Ruiz-Manjón en Algunos hombres buenos: “…que hubo personas corrientes que, en un clima que parecía arrastrar hacia una violencia sin límites, fueron capaces de encontrar los recursos morales necesarios para evitarla.”
El ataque de Rusia a Ucrania es el mayor de un país a otro en Europa desde la Segunda Guerra Mundial. La débil reacción de la comunidad internacional frente a la anexión de Crimea por parte de Rusia en 2014 fue un pésimo precedente. Y aquí estamos. Alemania, paria militar desde 1945, anuncia un gran aumento de su presupuesto en armamento. Se esperan hasta cuatro millones de refugiados ucranianos en la Unión Europea. Retrocedemos. Nos reafirmamos en la guerra.
Según Naciones Unidas, dos de los pilares del principio de la ‘responsabilidad de proteger’ son: “la responsabilidad de la comunidad internacional de ayudar a los Estados a proteger a sus poblaciones, y (…) de proteger a las poblaciones de un Estado cuando es evidente que este no logra hacerlo”. Es claro que no es nada fácil, menos en un mundo con amenaza nuclear. Nos hemos acorralado a nosotros mismos. ¡Vaya desdicha de la nación que estalla bajo las bombas ante los ojos de todos sin que nadie la pueda defender!
Dice la escritora Ana Iris Simón que lo que nadie te cuenta sobre tener un hijo es que “Hay un niño que te mira y que aprenderá mirándote, (…) lo que es el respeto y lo que es el perdón. Lo que es el amor, pero también la ira”. Así como yo incluí a un padre que se iba a combatir a Yugoslavia en mi cuento a los ocho años, hoy los niños del mundo nos observan. Si siguen viendo la guerra, la seguirán perpetuando.
“Yo quiero contar la historia de manera que no se pierdan los destinos de los hombres… Ni de un solo hombre”, dice Svetlana Aleksiévich en Voces de Chernóbil.