Ucrania (Parte I)

“Desde lejos el mundo puede parecer homogéneo, pero de cerca el mapa ya no es el territorio. Cuanto más aumenta la distancia entre los que deciden y las personas sobre las que lo hacen, menos relevantes parecen sus decisiones para aquellos a los que estas afectan.”

Caminar. Erling Kagge.

La semana pasada recibí una cadena de WhatsApp titulada “Por qué importa Ucrania” —encendí las alarmas, pues no debería tener que justificarse el valor de una población—, que enumeraba reservas de minerales como uranio y titanio, potencial agrícola, gas, entre otras riquezas útiles para que quien probablemente ni la ubica en el mapa, entienda por qué no le debe dar lo mismo si invaden o bombardean a esa nación. Ni una sola mención a sus casi 45 millones de habitantes.

Básicamente, pensaba, vivimos en un mundo valorado por la producción. Aceptamos esta costumbre triste y con base en ella decidimos de lejos, sin entender nada, igual a como votamos o como condenamos la despenalización del aborto, compartiendo fotos de bebés amados y deseados a las 24 semanas de embarazo, a años luz de la realidad de las mujeres cuyas condiciones llevan a una de las determinaciones más difíciles posibles: la de abortar.

Escribe el explorador y autor noruego Erling Kagge en su libro Caminar sobre ese acto lento deliberado y, por ende, radical, que va en contra de una de las constantes en la actualidad, el ir deprisa, olvidando fácilmente. Al caminar recomienda estudiar y contemplar con atención “las más pequeñas de las cosas vivas”. Así, acercándose, se avanza hacia la comprensión de lo diferente, hacia la empatía. “Una historia como Hambre se transforma cuando te has movido por los mismos lugares que el narrador hambriento y anónimo, aunque tú acabes de comer”, dice, refiriéndose a la obra de Knut Hamsun.

En mis viajes insisto en recorrer a pie todo lo posible, aunque sé que a veces me excedo (mi esposo es ya un adepto a esta manera de viajar, así en ocasiones se rebele). Me gusta perderme, conectar los destinos a pulso y percibir los ruidos y los olores y el caos, aproximándome a las culturas y los conflictos. Me acerco para comprender y sentir. Y después lo recuerdo. Se me anclan las experiencias en la piel.

“El mundo parecía mucho más grande cuando caminaba cada metro y no contemplaba el entorno a través de la ventana de un tranvía”, dice Kagge. Pienso en quienes en una nueva ciudad pisan islas a ciegas, sin conciencia ni tacto de territorios ni conexiones vitales. Andando, tocando cicatrices en calles y fachadas de distintos lugares del mundo, me siento más cerca de las luchas sobre las que leo, por lejanas que parezcan. Así es bastante más difícil que no duelan o que se midan en términos de producción. Cuando has mirado a los ojos a una superviviente del exterminio bosnio que te dice que ya jamás será feliz, ninguna noticia de otra guerra lejana te es indiferente.

“Los pies son tus mejores amigos. Cuentan quién eres”, dice también Kagge. Lo caminado es la existencia. Y, afortunadamente, no solo es posible andar con los pies, sino también a través de las páginas de los libros. Es la voluntad de acercarse para entender, sentir y elegir mejor.

Uno de los hilos conductores del máster en relaciones internacionales que hice en España fue cómo tras la Segunda Guerra Mundial, con la creación de organizaciones como la ONU, la Unión Europea y las que componen el sistema financiero internacional, se quiso garantizar una interdependencia de las naciones en muchos sentidos, que a su vez las llevara a mantener la paz.

Casi siempre pensamos que lo más extremo le pasa al otro o es cosa del pasado: pocos imaginábamos a Europa como escenario actual de bombardeos e invasiones que incluso pueden desembocar en una tercera gran guerra. ¿Cuántos conocen el enfrentamiento en el este de Ucrania desde 2014, que ha dejado alrededor de 14.000 muertos, 30.000 heridos, 1.4 millones de desplazados y 3.4 millones de personas que necesitan ayuda humanitaria? Cada uno de esos números es un ser humano para el que oír sobre un país como Colombia resulta igual de remoto. Pero tu familia importa, ¿no? Más que el petróleo, el café y los estereotipos de narcotráfico.

Recoge María R. Sahuquillo, corresponsal de El País en Moscú, testimonios de habitantes del Donbás, al este de Ucrania: “Cuando piensas que va a haber por fin tranquilidad, que las cosas se enfrían y podemos seguir adelante, empieza todo de nuevo”, “Está todo tan mal que cuesta ver cuáles son disparos nuevos y viejos”, “Por accidente o no, yo solo sé que a mí me han roto el tejado cuatro veces. Sea quien sea, nosotros estamos aquí en medio”, “Al principio de la guerra nos fuimos con unos familiares a otra zona. Pero ahora somos todavía mayores y dónde vamos a ir”.

Erling Kagge cuenta la historia de María, una mujer ciega de treinta y cinco años en África que se enteró de la visita de médicos durante un solo día a un poblado cercano. Cargando a su bebé de seis meses, caminó desde el amanecer, cruzando una calle con carros por primera vez y sin ayuda de nadie, hasta que llegó. Era tan simple como una operación de cataratas: al otro día podía ver. Pero, ahora que veía —que contemplaba la cara de su bebé por primera vez—, no sabía cómo regresar a casa.

Dos cosas: Seamos más empáticos con el desconocido, demos pasos para acercarnos y entender. Y no olvidemos que en una guerra jamás se conoce el camino de vuelta. Si hemos aprendido tan poco con la sangre derramada y decidimos embarcarnos en otro horror inimaginable, recordemos que no sabemos ni cuándo ni cómo terminará.

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