Ubuntu es un concepto africano que se refiere a que solo es posible ser humanos a través de la humanidad de otros. Cualquier logro alcanzado y obstáculo superado es, en mayor o igual medida a lo que consigan los demás, o al esfuerzo junto a ellos. Descubrí el término hace diez años cuando leí la autobiografía de Nelson Mandela, y el libro que escribió su ex jefe de prensa, Richard Stengel, sobre las lecciones de vida que había aprendido del ex presidente sudafricano, El legado de Mandela (Planeta, 2010).
Mandela siempre ha sido uno de mis héroes. Uno de esos personajes históricos cuya vida me parece interesante, más que por sus logros, por todo lo que sacrificó y por lo que perdió. Me asombra sobremanera la capacidad de los humanos para reponernos ante las tragedias, para seguir mirando la vida con esperanza aun cuando las injusticias han sido la constante en nuestra existencia. La de Nelson Mandela es una historia de todo menos bonita o envidiable. Está llena de dolor, de inhumanidad, de racismo y de crueldad. Sí, también de conquistas y de luchas ganadas, pero a un costo altísimo que nadie debería tener que pagar. Fue el primer presidente negro elegido por voto popular en Sudáfrica, pero estuvo preso 27 años. Le otorgaron el Premio Nobel de Paz en 1993, pero enterró a uno de sus hijos cuando estaba en la cárcel y su matrimonio y su familia se rompieron.
Salió de prisión y gracias a su discurso de paz, reconciliación y perdón entre negros y blancos llegó a la presidencia y unió un país que llevaba años segregado por los colores de la piel, en una espiral de violencia absurda que había cobrado miles de vidas y sembrado un odio sin sentido entre diferentes generaciones.
En la trayectoria de Mandela y especialmente en sus triunfos es evidente encontrar el ubuntu del que hablan los africanos. Su lucha comenzó desde joven contra el apartheid y no terminaría nunca, pues en su celda diminuta en la cárcel de la isla Robben, donde cumplió 18 de los 27 años de condena, de alguna manera junto a sus compañeros de calvario encontró el ímpetu de la resistencia para no morir de soledad o de tristeza, que significaría lo mismo que dejarse vencer por quienes lo encarcelaron.
Cuán diferente habría sido la historia de los sudafricanos de haber perdido a Nelson Mandela, y no solo de una manera física, sino donde su mente torturada hubiese quedado atrapada en la locura o el deseo de venganza que habría sido catastrófico para ese país que necesitaba con urgencia conversaciones de unión, reparación y tregua.
Mandela fue entonces el máximo representante del ubuntu en su país, en todo el continente —y en el mundo por supuesto—, pero también fue víctima de la ausencia de él, de esa fuerza opuesta e infame que ataca la diferencia donde no la hay. Si el concepto representa una humanidad compartida, una especie de empatía más profunda, el anti-ubuntu es esa corpulencia intangible que habita en nosotros y destruye las posibilidades de una sociedad unida y en paz, y que termina por negarles a muchos la oportunidad de destacarse, de conquistar sus sueños, de construir espacios de conversación, de vivir en la libertad de elegir sus luchas y desarrollarse enteramente en quienes son.
Hoy escribí sobre Nelson Mandela porque su historia siempre me ha generado curiosidad y despertado admiración, porque cierro los ojos y pienso en todos los Mandelas que hay en el mundo, también en los que se han desperdiciado por prejuicios inútiles; busco en las personas como él la esperanza que vivo perdiendo en la humanidad, el ubuntu que me habita y el que quiero que otros me reclamen. El día que Mandela murió prendí una velita frente al mar, no tanto por su memoria, sino para que el Universo sea generoso y nos regale más humanos como él. Pero sin tanto sufrimiento para la próxima.