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El puritanismo alrededor de las drogas ha ocultado una realidad ignorada pero innegable: todos nos drogamos. Puede parecer exagerado y habrá quien salte de indignación sacando pecho por una supuesta superioridad moralidad por actuaciones que según él o ella no ha cometido, pero esto sólo demuestra que desconoce el peso y la influencia que estas sustancias tienen en nuestra cotidianidad y en el desarrollo de nuestras vidas.
El discurso de la prohibición que nos ha dejado la guerra contra las drogas iniciada en los años 70s ha moralizado el uso y consumo de –algunas- sustancias que alteran el funcionamiento del sistema nervioso central y por tanto, que influyen y modifican los procesos de percepción, la consciencia, el estado ánimo o los procesos de pensamiento del individuo que las consume. El mundo, liderado por Estados Unidos, decidió que el uso y consumo de –algunas- de estas sustancias es un peligro para el correcto funcionamiento de la sociedad e inició una cruzada que sólo ha dejado muertes, represión y una sociedad consumidora que no tiene ningún tipo de control sobre las sustancias que están en circulación. También nos ha impedido aprender más sobre cómo funcionamos nosotros bajo sustancias externas con las que siempre hemos convivido.
Y reitero que algunas sustancias fueron las condenadas por la guerra contra las droga porque el puritanismo de esta política internacional se escondió en la acusación a unas sustancias en particular mientras se hizo la vista gorda con otras ampliamente usadas por la sociedad de la época como el alcohol o el tabaco. Para ese momento, era prioritario contener el uso de sustancias como la marihuana o el LSD, cuya letalidad es nula y los riesgos son infinitamente menores que el consumo de alcohol o el tabaco cuyo consumo aun causa millones de muertes al año en el mundo.
Volviendo a la definición, toda sustancia que actúa en el sistema nervioso central es una droga. Es química externa interactuando con la química de nuestro cuerpo. Tomarnos unos vinitos, fumarse un cigarrillito o tomar un café tiene la misma dimensión química que fumarse un porro de cannabis o ingerir un hongo psilocíbico. Yendo más allá, tomarse un analgésico para el dolor o un sedante es una manera común –y potente- de drogarse. Somos animales que alteramos la química de nuestro cuerpo para sentir placer, activar nuestra energía o inhibir el dolor, el estrés, el cansancio o la simple cotidianidad de nuestras vidas. Todos nos drogamos y lo hacemos más seguido de lo que pensamos.
La historia de nuestras civilizaciones está atravesada por el acto de drogarse. Los banquetes más importantes los sacralizamos con alcohol, las conversaciones más interesantes son amenizadas con té o café, los dolores más difíciles los apaciguamos con analgésicos y las ideas más liminales han sido empujadas por psicodélicos. Hemos creado rituales, códigos e identidades alrededor de drogarnos y nos hemos divertido en el transcurso de eso.
Claro, no todas las drogas tienen los mismos efectos y todas buscan finalidades distintas. Su capacidad para alterar la química de nuestro cuerpo y nuestra mente las convierten en herramientas poderosas que pueden ser armas igualmente peligrosas. Los riesgos asociados al consumo de algunas sustancias podrán ser más predecibles y controlables que en otras. Las circunstancias, el contexto, la cantidad, el tipo de droga y hasta el estado mental y de ánimo quien la consume hará que estos riesgos puedan minimizarse o, por el contrario, ser más latentes. Tomar más de cinco tazas de café al día, por ejemplo, podría generar ansiedad e insomnio, excederse en su consumo diario podría generar epilepsia y hasta riesgos cardiacos que pueden llevar a la muerte. Así, con la particularidad de cada droga, el consumo inconsciente de estas sustancias representa un riesgo que debemos gestionar.
Si nos despojáramos del esquema moral que nos ha implantado la fallida y peligrosa guerra contra algunas drogas y aceptamos que su consumo es una realidad innegable en el desarrollo de nuestra especie podríamos aprender a vivir, convivir y gestionar sus riesgos y, también porqué no, aprovechar las potencialidades y placeres que éstas nos brindan.