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Estoy escribiendo un libro sobre mi papá desde hace más de dos años. Lo mataron por ser un político de izquierda cuando yo tenía un año y nueve meses. Pasó hace 35 años, 1988. No lo conocí, no lo recuerdo, pero lo estoy inventando. Cada rato me dicen que estoy obsesionada, que tengo un trauma, que suelte al papá, que no más, que escriba de otra cosa, que no lo estoy dejando descansar –como si supiera si hay vida después de la muerte–. Casi siempre sonrío y nomás, pero esta es la respuesta que más me gusta: tengo muchas razones para escribir de él, pero hay una muy importante: en Colombia tenemos que hablar de los muertos que nos ha dejado la violencia, pero es más fácil que nos digan que no hablemos de eso, que superemos al muerto.
Tengo clara la diferencia: Eduardo no se murió, lo mataron. Una de las teorías –su investigación quedó archivada– es que lo mataron por retaliación a alguien que asesinaron dos semanas antes, y por esa peligrosa generalización: ser de izquierda es ser guerrillero. En 1988 mataban a 11.5 personas por razones presuntamente políticas –en total 4.204 muertes en el año–, de acuerdo con cifras de la Corte Interamericana de Derechos Humanos en un informe publicado en 1993: uno de esos fue mi papá. Según el Informe Final de la Comisión de la Verdad, entre 1985 y 2018 se registraron al menos 450.664 homicidios ligados al conflicto armado interno, pero como hay subregistro, la cifra podría llegar a las 800.000 víctimas. Según Indepaz, el promedio anual de víctimas entre 2002 y 2010 fue de 380.000, entre 2011 y 2016 (fase de negociaciones en La Habana) de 200.000 y entre 2017 y 2020 de 100.000. Y ahora, ahí vamos: en 2023 no se intensificó la violencia, pero en los últimos días suben las preocupaciones. Aunque tras el Acuerdo de Paz las cifras han bajado, estamos cortos en lo prometido en 2016 y las noticias no parecen muy alentadoras para la política de Paz Total del presidente Petro. Es decir, en Colombia no paran las víctimas y, aun así, mejor que no hablemos, que no lloremos, que callados nos vemos más bonitos. Superá el trauma.
Y lo que quiero decir cuando repito que a mi papá lo mataron no es que tengo un trauma –que supongo que también–, sino que en Colombia somos muchos con la misma historia y que tenemos que hablar de los muertos, que los vacíos que han dejado los papás y las mamás y los hijos y las hijas asesinadas no se llenan, pero se hace más fácil, se siente mejor –y nos ayuda a entender– cuando sabemos que somos muchos, que no estamos solos y que el conflicto –ese que a muchos les interesa negar, callar y no terminar– nos ha marcado: nos ha cambiado la vida. Uno sigue viviendo después de un muerto, claro, el disparo no nos tocó físicamente, o por lo menos no entró en la cabeza y el cuerpo dejó de funcionar, pero uno es ya un alguien a quien le mataron a alguien importante, y no es lo mismo. La vida cambia desde ese instante en las cosas mínimas y máximas: en las creencias, en los miedos, en la manera de ver el mundo.
Cuando he leído poemas sobre Eduardo, varias veces me he encontrado a alguien que me dice: gracias por decirlo, a mí también me pasó. Y ese también duele, pero habla sobre todo de una realidad de país que muchos prefieren no saber ni sentir porque la guerra cuando no lo toca a uno, se ve muy lejos. Pasa ahora con el conflicto israelí-palestino: para muchos, es tan fácil como apagar el televisor y solo ver gatos en Instagram. Porque al final, lo que no se sabe, no existe. Y pasa también en la marcha del domingo: marchar está bien, no estar de acuerdo está bien, hacer oposición es fundamental, pero luego uno ve unos letreros que ofenden, que excluyen, que son violentos y que desconocen la historia y el conflicto de este país. Esas visiones del mundo en las que no caben más o que son violentas con los que no piensan igual, me recuerda a esa generalización por la que mataron al papá: ser de izquierda es ser guerrillero. O esta otra: usted es pobre porque quiere. Y ahí es donde está el peligro, no en la oposición. Tampoco estoy de acuerdo con que el presidente quiera desconocer que fueron muchos los que marcharon contra su gobierno y, pese a que garantiza que puedan marchar, luego los reduce a que son sus enemigos en un tuit. Y tampoco.
Este país necesita que hablemos de los muertos: que no se nos olviden las consecuencias ni las tristezas ni los dolores ni las pérdidas ni todo lo que ha significado la guerra. Porque callarnos nos hace daño, no nos deja comprender el dolor y nos lleva, fácilmente, a ese círculo vicioso de vengarnos y seguirnos matando. O nos hace pensar que no tenemos un problema, que no hay gente sufriendo, que no hay territorios donde la violencia sigue.
Los muertos no son solo cifras, son nombres y detrás de los nombres personas que perdieron a un ser humano importante: es maravilloso cuando uno busca las cifras en Indepaz porque sabemos que en 2023 mataron 188 líderes sociales, pero también los nombres. Ojalá pudiéramos escuchar las historias, aunque no nos alcance la vida, pero ojalá conociéramos más y que nos conmovieran: que el dolor, que es intransferible, hiciera mella de alguna manera en aquellos que ven la guerra de lejos, o que no la ven, porque los lentes oscuros en la playa no solo son para tapar el sol. Ojalá hubiesen más libros –pienso en poemas y novelas porque es lo que me interesa– sobre los muertos, nuestros muertos. O está el Informe de la Comisión de la Verdad con el que tantos se tapan los oídos.
Todavía pienso en la abuela Consejo: lloró a Eduardo hasta el último día. Cuando iba a la tumba le tocaba tres veces y esperaba. Aunque su hijo fuera ya solo un pedazo de hueso en un cuadrado de cemento, era su hijo.