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Socializada en el cristianismo

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Me enseñaron a adorar algo externo, habitar la eterna culpa estructural y de arrepentirme de las acciones intuitivas ya que no eran considerada aptas.

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Mi vida en el cristianismo tiene muchos escenarios, desde el barrio, la fundación en la que participé por más de 15 años, el activismo comunitario y la vida de feligrés. Hoy me detendré en la última.

Mi familia materna estrechó su relación religiosa cuando debido a las condiciones socioeconómicas que enfrentaban en aquella época, una iglesia cristiana en el barrio Castilla acoge a dos padres (mis abuelos) con seis hijos y dos nietos (mis hermanos) en una habitación de la iglesia para que pudieran vivir. En agradecimiento por aquella solidaridad, mi familia desarrolló una vocación con el servicio en las iglesias cristianas.

Yo llegué de manera consciente al camino religioso en secundaria cuando estaba teniendo dificultades en el relacionamiento con mis compañeras de aula (bullying).  Estos actos de acoso y matoneo, que pusieron mi vida en riesgo y con afectaciones en mi salud emocional, me llevaron a refugiarme y encontrar en la iglesia de mi barrio un lugar para fluir, darle sentidos a la vida y por supuesto, mi grupo de amigos de la adolescencia.

Este trasegar en mi etapa adolescente marcó sustancialmente mis visiones ante la vida, pues a diferencia de otras mujeres del barrio en mi edad, donde comienza la exploración sexual, el deseo, la construcción de identidad, la pregunta por actividades económicas, y otros asuntos. Yo estaba aprendiendo sobre la biblia, el pecado, el servicio comunitario, el SKA y el ser mujer cristiana.

Ser cristiana significaba priorizar el tiempo para los rituales de fe; los sábados asistir al culto de jóvenes, en semana las clases bíblicas, los domingos participar de las formaciones para el liderazgo adolescente y/o para las acciones comunitarias.  También, se reservan los momentos del año para acontecimientos sagrados como los ayunos o vigilias en la Semana Santa, los espacios de evangelización, congresos, campamentos, conciertos y retiros espirituales al año, incluso hasta torneo deportivos en representación de la denominación. Adicional, estaban los espacios de intimidad, donde a solas, aprendía la disciplina de la oración, la lectura bíblica y en mi caso también la escritura. 

Estos tiempos de alta concentración, implicaron poco tiempo para leer el territorio y la vida desde otras diversidades; recuerdo irme de fiestas vecinales, de reuniones familiares paternas, de no participar en eventos colegiales, porque era considerados “tentación”. Alejándome de relaciones y amistades que pude haber cultivado si no tuviera dichos prejuicios.

Socializada en el don del servicio, dando todo para los demás, dispuesta a la escucha, a la palabra, a orientar según los discursos aprendidos a otros adolescentes que me eligieron su líder juvenil en dichos tiempos. Crecí exaltando el sacrificio, es decir, la capacidad de renuncia, de estar en función de otros, de hacer todo lo posible por ser invisible, desconectándome incluso de este cuerpo. Me enseñaron a adorar algo externo, habitar la eterna culpa estructural y de arrepentirme de las acciones intuitivas ya que no eran considerada aptas.

Aprendí que ser mujer era pecado, pues por una como nosotras que fue curiosa y desobediente llegaron “todos los males”, por esta razón, el destino de las mujeres era “ser cuello” de otro que sería cabeza (un hombre), lo cual significa siempre obedecer sin cuestionamientos las órdenes de la figura masculina.

Me enseñaron el poder de la prudencia y de guardar silencio como atributos femeninos, así como las consecuencias al no practicarlo. En mi caso, no aprendí el silencio, así qué fui señalada por tener voz, cuerpo y hacer uso de ello; por ejercer liderazgo, leer otras cosas más allá de la biblia, cuestionar los referentes establecidos y preguntar por aquello que me parecía injusto.

Recuerdo el sentimiento de rechazo por mis amigos de la época cuando empecé a cuestionar más de la cuenta, incluso, el rechazo de algunos hombres porque no leían posibilidad de dominarme, diciéndome desde la burla que me quedaría solterona (como sí esto fuera una maldición), también de algunos líderes porque no guardaba silencio y hasta de mi familia por cuestionar nuestro empobrecimiento. La proyección nunca fue una habilidad exaltada, pues era anteponerse y pensar en el futuro, habilidad exclusividad de la divinidad; por ello, siempre se esperaba una “bendición” paralizante que traería otras condiciones de vida. Aquellas que sí llegaron, pero como consecuencia de mucho estudio y trabajo desde los 15 años.

Al cristianismo le agradezco su enseñanza sobre la espiritualidad y trascendencia, esferas vitales que hoy cultivo desde otras orillas, también le agradezco las miradas al cielo, a ejercer la esperanza; aprendí a sentirme pequeña y grande, responsable de hacer un mundo mejor. Pero también aprendí tantas cosas que aún hoy lucho por sacar de mi útero.

Reconocer dónde fui socializada, es recordar con amor mi historia, la Lu cristiana que también fui. Esa misma que se fue, declarándose bruja, esa que hoy usa “las semanas santas” para cultivar su espíritu y descansar, lejos de los actos religiosos patriarcales y coloniales. Feliz Pascua.

Otros escritos por esta autora: https://noapto.co/luisa-garcia/

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