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Daniel Palacio

Soberanía y déficit comercial

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Contexto: con motivo de la celebración de una década de entrada en vigor del TLC con Estados Unidos, numerosos economistas han hablado de los aprendizajes hasta hoy. En resumen, han crecido las exportaciones primarias del país, pero no hay desarrollos importantes en materia de diversificación productiva.

Mucho se ha hablado del déficit comercial. Los autores de la escuela mercantilista, justo al inicio de la era moderna, lo veían como una transferencia de riqueza al exterior, pues del país salía más metálico del que ingresaba. En años más recientes, en tono similar Donald Trump denunciaba los déficits comerciales de Estados Unidos como un fracaso de la política exterior, y obvio, como una pérdida para su país. En repetidas ocasiones criticó a países con balanza comercial positiva con EEUU (China, México, Alemania), insinuando una vez que los alemanes deberían comprar más automóviles americanos, a lo que el ministro de relaciones exteriores alemán Sigmar Gabriel respondió jocosamente “los americanos deben fabricar mejores carros”.

Lo cierto es que, de por sí, el déficit comercial no es bueno o malo. Muchas cosas pueden explicarlo. Un país industrializándose puede importar bienes por un valor mayor al que exporta, porque está comprando los equipos necesarios para la conformación de un parque industrial (así fue para los tigres asiáticos).  A veces, el déficit se genera en la compra de insumos a un país, para luego vender bienes procesados a otro. Si el superávit con el segundo es mayor que el déficit con el primero, la balanza es positiva en términos netos.

Pero aquí viene el problema: cuando un país compra más de lo que vende, necesita conseguir las divisas faltantes de alguna parte. Puede ser mediante préstamos, o trayendo inversión extranjera. En el peor de los casos, el país se queda sin dólares (en argot economista crisis de balanza de pagos), y es incapaz de hacer las dos cosas más importantes del sector externo: pagar importaciones y pagar la deuda denominada en dólares.

Las crisis de balanza de pagos son un pequeño apocalipsis para los países, porque se ven incapaces de comprar lo que no producen, y porque un impago de su deuda externa no solo bloquea la posibilidad de seguir financiándose en tasas y plazos convenientes, también anuncia años de litigios con acreedores.

Por eso los países suelen aceptar lo que sea, con tal de recibir los prestámos necesarios para asegurar la liquidez externa del país.

¿Entonces, de dónde salen los dólares para resolver una crisis de balanza de pagos?

Respuesta corta: del Fondo Monetario Internacional (FMI).

Respuesta larga: de los países ricos que son los principales accionistas del Fondo Monetario Internacional.

Así, siendo el FMI un banco cuyos accionistas mayoritarios son los países ricos, es normal que esa institución actúe protegiendo los intereses de esos dueños. Tal como se vio en los años 80 en América Latina, o con Grecia durante la crisis de la deuda, en posibles casos de impago se privilegia el pago íntegro de la deuda, sin importar los efectos que la política de ajuste tenga sobre su población. Por esta razón, cuando un país necesita la ayuda del FMI, ayuda que viene con condiciones, es inevitable la pérdida de la soberanía, pues la política económica del país ya se funda en pagar deudas, no en atender las necesidades del país.

La política de austeridad para países receptores de ayuda del FMI convierte a los gobiernos en máquinas de recaudar supéravits fiscales para amortizar deuda (un ejemplo es la Grecia de Tsipras). Pero como muchos economistas han anotado, los excedentes fiscales contraen la economía, y como lo fue en América Latina y en Grecia, terminan por costarle al país diez años de crecimiento económico.

No es de extrañar la mala imagen del FMI en esos países. Tampoco es equivocada la impresión de pérdida de soberanía: los programas de ajuste pasan tijera a al gasto social, a salarios del sector público, pensiones… cosas que los ciudadanos bien quisieran tener, pero que deben sacrificar en virtud de pagar una deuda a acreedores en el exterior.

Si consideramos que la mayor parte del déficit de países como Colombia se da en bienes que no usamos para industrializarnos, y que el país se enfrenta a un sombrío panorama cambiario, hay un riesgo no despreciable de que una crisis ponga al país al borde del impago o iliquidez y deba recurrir al FMI, con la pérdida de autonomía que esto implica.

No todo es malo en estar al día con el FMI. Es muy importante poder contar con el salvavidas que la institución ofrece. Los litigios con acreedores internacionales pueden absorber la energía diplomática de un país (que lo digan los argentinos o los griegos), y siempre será mejor arreglar la economía para financiarse de formas que no son tan restrictivas como el crédito directo con una entidad multilateral. Un ejemplo de esto es la inversión extranjera directa.

No obstante, hace falta recordar lo esencial: el déficit comercial de Colombia se genera, ante todo, en el bajo precio de las mercancías que exporta, casi todas bienes primarios. Es decir, este camino de pagar carros con flores y bananos termina, casi siempre, en pedir plata a los países que nos venden carros, y someter nuestros proyectos de gobierno a sus intereses.

La industria es soberanía, y el déficit comercial sostenido lleva a lo opuesto.

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