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Sin tetas no hay paraíso

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Desde que tengo memoria, mi mamá fue muy cuidadosa al inculcarme el amor propio. Me mostró el video de la canción Unpretty, de la banda TLC, cuando tenía no más de cuatro años, y fue ahí cuando me hice la promesa de nunca hacerme cirugía plástica. Me acuerdo también cuando a mi mamá le sacaron un tumor del seno, y de su mejoría después de la reconstrucción. Gracias a la cirugía estética, mi mamá volvió a ser ella; yo tenía 11 años y esta contradicción sobre la cirugía plástica me confundió muchísimo. Las prótesis eran malas, eso me habían dicho, pero la reconstrucción quirúrgica de mi mamá le devolvió el brillo a los ojos.

En mi adolescencia, la telenovela popular de la que todas hablábamos cuando llegábamos al colegi, era Sin senos sí hay paraíso: la historia de una niña sobreprotegida, Catalina, que no quiso ponerse prótesis mamarias y que al final fue sometida a la cirugía por un narcotraficante que, luego de drogarla, hizo que la operaran en un garaje. Horrorizada, Catalina descubrió por qué sus papás la cuidaron tanto cuando era pequeña y entendió que el mundo que la rodeaba era uno de violencias de género, violencias estéticas y poder.

La novela es buena; algunos episodios los vi con mi papá, y aunque el país del mundo de Catalina parecía una Colombia distópica, ahora sé que no es tan alejada de la realidad. En Colombia, y en Medellín particularmente, la cultura del narcotráfico invadió nuestra sociedad hasta las entrañas. Sí, está el consumo de drogas o el hecho de que no podemos decir que somos colombianos en el exterior sin recibir comentarios sobre Pablo Escobar. Están los prejuicios, la violencia noventera, la idealización del cartel de Medellín, pero también está la narco-estética, que aún no hemos empezado a entender.

Supe que el cuerpo de las mujeres tenía valor cuando tenía 12 años; y no solo intrínseco, sino valor monetario, capacidad adquisitiva. Todo lo que veía en los comerciales, las revistas, y las series, me llevaba a pensar que el valor de la mujer yacía en qué tan curvado era su cuerpo; además de senos y glúteos, ojalá tuviera una cintura pequeña y un abdomen marcado, porque solo así se seducía a un hombre. Claro, lo único que las mujeres queremos es casarnos con un hombre.

Mi mamá también me había contado sobre sus amigas que se habían operado, y luego empecé a ver cómo mis propias amigas y compañeras llegaban con vendas al colegio porque habían aprovechado el puente para operarse la nariz, los senos, el abdomen, los cachetes. Me enteré de la existencia de procedimientos estéticos para cada parte de mi cuerpo, y la primera vez que me quise operar tenía catorce años. Quería operarme la nariz, para que la punta no fuera “tan redonda.” Pensaba que lo primero que iba a hacer con mi primer sueldo era ahorrar para mi cirugía, y me imaginaba con ansias el día cuando me mirara al espejo y viera una nariz respingada y delgada.

También pensaba en ponerme prótesis, en que me vería mejor si me limaba los lados del abdomen. Pasé mucho tiempo mirándome al espejo, encontrando “defectos” que no me gustaban, o que no le gustarían a un hombre, porque pensaba que ese era mi propósito. Aunque fuera inteligente y capaz, aunque estudiara, al final del día lo que me definiría sería lo que pensaran los hombres sobre mi cuerpo.

No sé si fue por mi crianza, por mi afiliación al movimiento feminista, por mi rebeldía o por la combinación de todo que me rendí cuando tenía diecisiete años y decidí que este sería mi cuerpo, esta sería mi cara, por el resto de mi vida, o hasta que me saliera un tumor.

Hace unos días, Carolina Cruz criticó a las mujeres que se están explantando sus prótesis, calificándolo como una moda, diciendo que parecen hombres sin sus tetas, y que luego del procedimiento terminan con “cicatrices horribles.” Y tiene razón. Colombia sí es un país de modas, y de seguir la corriente. Por eso precisamente me parece tan peligroso que, frente a una conversación sobre el síndrome de ASIA, una persona con semejante plataforma tratara de manera tan despectiva el tema de la salud de las mujeres.  

A mí no me puede importar menos lo que las otras personas hagan con sus cuerpos; ese es el principio fundamental del feminismo: la libertad individual. Mucho menos me importa lo que las otras mujeres hagan con sus tetas, porque son suyas. Pero si de modas se trata, prefiero que la salud esté de moda, sea con o sin implantes. Y prefiero que paremos de dar opiniones irresponsables sobre cuerpos ajenos y continuemos validando las experiencias de las otras.

Sin tetas puede que haya paraíso, o puede que no, ¿a quién le importa?, ¿paraíso para quien? Si se trata de mí, paraíso es sentirme libre y en confianza con mis decisiones, sana y conforme con mi cuerpo. Claro está que las novelas se referían al paraíso erótico de los hombres, a donde se nos ha enseñado que solo es posible llegar si seguimos ciertos parámetros de belleza. ¿Qué es belleza? Y, sencillamente, ¿para qué sirve?

Otros escritos de esta autora: https://noapto.co/salome-beyer/

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