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Luisa García

«Si no hay justicia, hay escrache»

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Hace algunas semanas, las universidades más importantes de la ciudad y del departamento de Antioquia se han visto bloqueadas, pintadas, rayadas y aturdidas con los nombres de docentes y personas de cada institución educativa que han, presuntamente, acosado y abusado sexualmente a alguien.

La palabra escrache hizo sus primeras apariciones en América Latina en los años 90´s por los movimientos sociales argentinos, especialmente la organización HIJOS (Hi­jos e Hi­jas por la Iden­ti­dad y la Jus­ti­cia con­tra el Ol­vi­do y el Si­len­cio), como una herramienta para denunciar de manera pública los atropellos en derechos humanos que vivían las personas del país en el marco de la dictadura. El escrache se convirtió en el último mecanismo al cual acudieron al ver que el sistema judicial -aun teniendo todas las pruebas-, no juzgaba penalmente a los culpables de dichos atropellos; por esta razón, se acude a la denuncia pública, empapelando los parques, los lugares públicos y acudiendo a instancias de derechos humanos de corte internacional.

Hoy el escrache es la estrategia de protesta social, denuncia, alerta y prevención de los movimientos feministas ante las violencias basadas en género, especialmente de acoso, abuso y violencia sexual. Con dicha herramienta, las feministas buscan erradicar las violencias basadas en género, ubicando los hechos, nombres y las situaciones tal como sucedieron, independiente del sistema de judicial; es decir, el escrache se ha convertido en una estrategia previa, en paralelo o post del sistema judicial.

Por ende, a partir del año 2015, ante las múltiples violencias que sufren las mujeres pero que el sistema judicial menosprecia con un 99% de impunidad, diversos grupos internacionales recuperan dicha palabra para nombrar la forma de denuncia pública en redes sociales y medios de comunicación masivos. Ejemplo de ellos son los movimientos #metoo, #niunamás #yositecreo y #nomecallo.

En Medellín, el fenómeno del escrache ha tomado mucha fuerza en los últimos años, especialmente en los contextos universitarios y artísticos. Múltiples mujeres de diferentes universidades y espacios decidieron crear movimientos con el fin de nombrar las violencias que han vivido. Diferentes estudiantes han nombrado el acoso que viven por parte de sus docentes o compañeros, quienes ejercen presión o se sobrepasan en fiestas, argumentando que fueron víctimas de abuso o violación cuando estaban bajos los efectos del alcohol; o también el caso donde sus profesores, mediante su ejercicio de poder, se sobrepasan en sus actos, palabras o formas de presionar espacios académicos a favor de acercamiento sexuales.

Sin embargo, aún con todas estas denuncias, el contexto no ha cambiado y las universidades han hecho muy poco. Han creado protocolos para la atención a violencias que se convirtieron en procesos burocráticos que terminan revictimizando, no han hecho mucha formación en violencias y poco han transformado los contextos que las erradican; muchos de estos docentes siguen dando clases, les dan cargos de poder y a otros sólo los mueven de plazas. Los pocos casos de despido que se han dado no necesariamente han sido gracias a un proceso abierto por las denuncias, sino para cuidar la reputación de las universidades. Pero, ¿que reciben las mujeres que denuncian? En la mayoría de los casos, nada, quedan en la luz pública, siendo también maltratadas y esperando las denuncias por «afectación al buen nombre».

Por eso es importante el escrache, porque posibilita mover una serie de reflexiones como creerles a las víctimas, conquistar la palabra, fortalecer las redes de apoyo, seguir visibilizando los actos de violencia, hacer presión en el debate y mover, en ocasiones, el sistema judicial, así como hoy está moviendo los campus universitarios.

También reconozco que, en muchas ocasiones, el escrache no ha sido bien utilizado, trae daños complejos para quienes terminan allí, tanto para las mujeres como para los hombres denunciados, también sé que no es la solución, ni es una acción de reparación para las víctimas, es sólo un grito con mucha fuerza, necesaria en tiempos sordos. Es un mecanismo que debe cualificarse, no se puede tomar con celeridad, debe estar rodeado de formación, redes de apoyo, capacidad crítica e, incluso, activar el sistema judicial patriarcal.

No obstante, aprovecho esta columna para decir que seguiremos gritando hasta que las instituciones y el Estado asuman la responsabilidad de tomar nuestras voces, experiencias y denuncias a la ligera, y también para decirle gracias a las sobrevivientes, que con su valentía están haciendo que tiemblen los establecimientos y nuestros corazones.

Aprendimos que ¡ya no volverán a tener nuestro silencio!

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