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Hace dos décadas se creó en Antioquia el programa “Delinquir no paga”, orientado, básicamente, a prevenir el conflicto y la violencia entre jóvenes. Con discontinuidades, cambios en el enfoque, en los beneficiarios y en las entidades encargadas de administrarlo, el programa está vigente y se estima que ha impactado a cerca de 300.000 jóvenes “vulnerables” en todo el país.
Más allá de todas esas mutaciones, del loable objetivo y de las bondades que sin duda tiene, la eficacia del programa no parece estar a la altura de su prometedor nombre ni del retador propósito que posee, a juzgar por los indicadores de criminalidad, delincuencia y convivencia de los ámbitos donde se ha implementado.
Antes de analizar las razones de su bajo impacto, y para poder avanzar en el propósito de esta columna, debo advertir que ponerle tan rimbombante nombre a un programa dirigido básicamente a jóvenes de estratos bajos, es otra forma más de discriminación y victimización de esta población, tan frecuente en un país machista, clasista y racista como el nuestro. ¿Acaso la delincuencia de cuello blanco sí paga? Aunque sí lo parezca, a la larga y en el fondo, para ellos tampoco.
La indignación con el nombre del programa va mucho más allá de la semántica. Es una cuestión pragmática, política y hasta estética: de sensibilidad. Pero dicho llamado de atención también me sirve de pretexto para ampliar el alcance de este tema: si delinquir no paga para nadie, entonces, ¿qué sí paga?
Si se sigue delinquiendo cada vez más en todos los estratos y edades, en lo público y en lo privado, hay algo que está mal en esta concepción del delito: no hay una respuesta satisfactoria, estructural y de fondo, a la pregunta de por qué las personas delinquen o delinquimos. Y si la respuesta no es acertada, el diagnóstico también será equivocado y las soluciones fallidas. Tal vez no se ofrece nada mejor a cambio que delinquir.
Empecemos por no ser ingenuos: en su fuero más íntimo –conciencia, si se quiere– la mayoría de las personas saben que el camino de la delincuencia conduce al abismo. No se necesitan ni sirven los “consejos de tía” como los del nombre de dicho programa para dejar de hacerlo. La gente sigue delinquiendo, pese a todas las advertencias y a la obviedad del destino final.
Tampoco es tan fácil de resolverlo con programas, igualmente cándidos, como “Ser pilo paga” o afines, que casi nunca compensan los esfuerzos del estado, entes privados y de los mismos “beneficiarios”, sobre todo, en países tan desinstitucionalizados como el nuestro, en donde el camino corto (“atajismo”) es la vía más recurrente para lograr los objetivos., Además, la tan invocada meritocracia es una promesa casi siempre incumplida y por tanto humillante.
Para entender el problema y poder solucionarlo, es imperioso comprender unos asuntos básicos de la condición humana y de las relaciones sociales. El gran pensador francés Edgar Morin plantea tres dimensiones de la identidad humana: como especie, como cultura o sociedad, y como individuo. Me centraré en una faceta de la primera, es decir, de aquello que, salvo excepciones que confirman la regla, tenemos en común todos los seres humanos, independiente del tiempo y del lugar.
¿Qué tenemos en común todos los seres humanos y qué nos puede llevar a delinquir? Mi respuesta es categórica: la necesidad de reconocimiento. Esto es el anhelo de ser identificados como seres únicos e irrepetibles y por ende diferentes a los demás, especialmente a los más semejantes. La principal amenaza a nuestra identidad proviene pues de las personas más afines a nosotros.
Después de muchos años de estudiar y analizar la condición humana, he llegado a la conclusión de que esta necesidad es el móvil más fuerte que tiene un ser humano. Y en sociedades hipotecadas a la economía, como la nuestra, el reconocimiento se busca en los objetos, la acumulación y la ostentación; en el tener y el parecer, como categorías existenciales predominantes; en la cantidad de cosas en las que nos expropiamos y no en la calidad de vida que nos damos.
Por eso, los reduccionistas de la condición humana, que suelen tener una visión economicista de la existencia y de la sociedad, consideran que la principal fuente de delincuencia es la pobreza, material o monetaria. Si es así, que me expliquen por qué los Nule, los Moreno, o Fernando Botero hijo, entre otras personas muy adineradas, han cometido sistemáticamente actos de corrupción, que es una forma de delinquir.
Salvo alguna patología, la única explicación plausible del porqué delinquimos es, básica o principalmente, para obtener los medios, materiales o simbólicos, para ser reconocidos.
Ahora, si ya sabemos la causa, ¿cuál es la solución? Promover otras formas potentes de reconocimiento de la existencia y la individualidad, que no se agoten en la economía o por lo menos no en la tradicional. Por eso hay que empezar deshipotecándole el reconocimiento a la economía.
Esto implica un cambio cultural, que se logra sustituyendo unos satisfactores por otros y cambiando nuestra forma de valorar. Reemplazar el PIB, que es un indicador bruto y para brutos, por otros indicadores de calidad de vida y no de cantidad de bienes. Claro que toma tiempo, pero no hay de otra, si queremos que nosotros y nuestros hijos sobrevivan a la acelerada destrucción del planeta y a la aplastante revolución tecnológica en marcha.
El detalle o las propuestas puntuales sobre otras formas de reconocimiento, sobre otros satisfactores y valores que las personas estén dispuestas a cambiar por la delincuencia y la corrupción, será objeto de otra columna y por eso en esta, desde el título, dejo la pregunta abierta.
Mi propósito en esta es presentar una lectura diferente del fenómeno delictivo, porque mientras no se cambien de enfoque, los jóvenes vulnerables seguirán teniendo claro que delinquir no paga, pero que tampoco “nacieron pa’ semilla”: para eso están los de cuello blanco.