Separar la obra del artista

Separar la obra del artista

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Hace un tiempo tomé una decisión personal que quiero defender: separar la obra del artista, de su vida, de sus actuaciones y visiones personales. El arte, por supuesto, como una referencia ejemplificadora de un principio para acercarme a otras esferas. Es así como procuro separar la persona de su rol como político, profesional o deportista. Sé muy bien que esta postura no tiene muchos adeptos en el auge del escrache, pero por eso mismo la conversación se hace más pertinente.

El mundo mediado por las redes sociales ha cambiado nuestra concepción de lo personal y lo privado. La consigna de “lo personal es político”, que nació con la intención de evidenciar las violencias de género sistemáticas que se viven en el silencio de la privacidad, se ha convertido en un estandarte para exponer al escrutinio público las actuaciones privadas de las personas. Se ha escapado de la intención inicial y se ha convertido en un principio para poner en evidencia, acusar y cancelar todo tipo de actuación que, en principio, solo le correspondería al fuero interno de la persona.

En estos casos, los artistas y las figuras públicas son los más desafiados por el escrache a causa de sus posiciones políticas o situaciones personales, imponiéndose sobre ellos la cultura de la cancelación. Esto supone estándares morales y políticos sobre cómo deberían actuar, pensar y decir. Por supuesto, quien no encaje en este molde, estará amenazado por el  escarmiento público.

La corrección política está consolidando nuevas moralidades igual de exigentes que las moralidades planteadas por instituciones religiosas a lo largo de la historia.  Esperamos, de las figuras públicas y de los artistas, modelos canónicos de las ideas y posiciones con las que comulgamos. Buscamos en ellos una validación de esas ideas representadas en sus modelos de vida personal y, por supuesto, en sus obras.

Cada vez importa menos la obra en sí, su propuesta estética, conceptual o sensorial si ésta no está alineada con los parámetros de la corrección política, que, a su vez, debe representar la “correcta” vida personal de quien la concibe. El juicio ya no se centra en las ideas sino en la persona. Ya no es una conversación sobre el arte sino sobre el artista.

Esto me alarma sobremanera porque los estándares de la corrección política se están volviendo, cada vez, más inalcanzables. Nunca nadie satisfará a plenitud los modelos, que cada día se vuelven más exigentes, convirtiendo a sus verdugos en una especie de neo-puritanistas excesivos. A ellos les hago la siguiente pregunta: ¿quién es lo suficientemente digno y políticamente correcto para pretender el derecho de enjuiciar la vida del otro? Todas las personas tenemos pasados tormentosos, demonios internos, pensamientos vergonzantes y quizás, actuaciones de las que no estamos orgullosos. Todos, en algún punto de la vida, hemos estado rotos. ¿Por qué la vida de la persona expuesta debería de ser más sacra que la vida de quienes vivimos protegidos por la cotidianidad del anonimato?

No digo que no se deba hablar sobre la vida de las personalidades públicas y que sus posiciones no sean objeto de debate. Sus conductas personales deben servir para expandir la interpretación que tengamos sobre sus obras y pueden servir de ejemplo para condenar acciones que, a hoy, la sociedad considere reprochables. Pero esto no nos puede privar de la experiencia misma de la obra y de exigirle estándares para que su obra (artística, profesional, deportiva, etc.) sea digna de ser admirada o consumida. Por esto la importancia de separar el juicio sobre la obra del juicio sobre quien la crea, reconociendo así, la complejidad de la experiencia humana y la importancia de la compasión en un mundo donde ya no se apedrea afuera de las sinagogas, sino en la plaza de la virtualidad donde todos somos vulnerables.

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