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Hace unos años, cuando daba clases de liderazgo a jóvenes escolares de Medellín, les proponía a estos un ejercicio sencillo: diez minutos de silencio en mesa redonda para que todos se observaran entre sí. Luego les preguntaba: ¿cuál es el factor común de lo que observaron? Las respuestas, además de creativas, eran poco acertadas. Que todos somos diametralmente diferentes a los otros, les resolvía con contundencia. La diversidad genética, social y cultural es la característica más común que tenemos como colombianos, como latinos, como humanidad. Ha sido una virtud desdichada porque se ha vaciado su valor para ser acusada de condena.
Les decía a mis estudiantes que cada rasgo de su cuerpo era fruto de miles de combinaciones y desarrollos genéticos durante el transcurso de nuestra historia como especie. Las características más vistosas como el color de piel tan solo era un reflejo puntual de una variabilidad infinita de características de nuestra genética y que, por ello, nadie en el mundo podría tener características perfectas de una “raza humana” prístina e invariable. Ni siquiera nuestra especie es descendiente de una sola especie de nuestros antepasados. La paleoantropología ha demostrado que varias especies de homínidos convivieron y se aparearon entre sí y que, lo más probable, es que somos fruto de una incesante pulsación por relacionarnos con la diversidad.
Nos han enseñado, por ejemplo, que el mestizaje empezó con la conquista europea a las Américas. Sin embargo, esto sólo ha reforzado la falsa idea de que unos puros caucásicos se mezclaron con unos puros indígenas y con unos puros negros del África. La realidad fue más compleja que esa. En Europa, Asia y África los procesos de mestizaje empezaron mucho antes del surgimiento de los grandes imperios. Primero entre la diversidad local y luego entre las localidades adyacentes. El aislamiento genético que vivieron las Américas fue enfrentado por su mestizaje interno, no sólo en términos genéticos, sino, sobre todo, por el mestizaje cultural. Y eso nos ha hecho humanos: la capacidad de relacionarnos en la diversidad.
Al hacernos conscientes de esta realidad, tenemos la oportunidad de valorar todo lo que ha tenido que pasar para ser quienes somos. Nuestro color de piel, la forma de nuestra cara, la disposición de nuestros ojos, la forma de nuestro cabello, el tamaño de nuestro cuerpo, el grosos de nuestros labios, la comida con la que nos alimentamos, la música que escuchamos, los fonemas con los que hablamos, las ideas, los conocimientos, las sensibilidades, nuestros deseos y emociones. Todo eso es fruto de cientos de miles de años celebrando nuestra diversidad, aprovechándonos de ella y convirtiéndola en el rasgo más característico con el que cargamos cada uno de nosotros.
Nos hemos condenado a la obstinada tarea de segregar esa diversidad por cuestiones históricas, políticas, culturales y económicas. Esa división ha generado desventajas, ganadores y perdedores. Una segregación que desconoce que todos llevamos dentro un pedacito de la diversidad que ella rechaza y señala.
Esta semana, una señora en la plaza de Bolívar fue ejemplo de esa segregación racista contra nuestra vicepresidenta. A ella, más que condenarla en esta columna, le hago una invitación: tenga diez minutos de silencio, mire a su alrededor, luego mírese a un espejo con detenimiento. Todos, incluyéndose usted, llevamos esa diversidad por dentro.