Muchas voces coinciden en la necesidad de un proyecto político local y nacional, de un nuevo sueño de futuro, de una propuesta que emocione electoralmente y que vuelva a darles un sentido de futuro a la ciudad y al país. Hablan frecuentemente, para ejemplificar, de momentos parecidos en los que todo parecía muy oscuro pero se gestaron lo grandes cambios: el movimiento estudiantil que impulsó la Séptima Papeleta y la Constitución que se promulgó en 1991, o lo ocurrido en los noventa en Medellín con la Consejería Presidencial, proyecto liderado por un grupo de personas que entendieron en el diálogo una oportunidad para volver a hacer posible el propósito de revalorar la vida.

A pocos meses de la elección presidencial, llama la atención que el proyecto político para el que todo vale, el que solo piensa en el número de votos que aporte cualquier alianza así sea necesaria con el diablo, vaya liderando la intención de voto de los colombianos. O que la coalición que promulga como bandera de campaña combatir el clientelismo y la corrupción, no sea capaz de poner de acuerdo a sus miembros en las formas y el diálogo para poder liderar el proyecto, y deja el mensaje de la división y la imposibilidad de construir acuerdos para un propósito común.

Como un espejo de eso que pasa en el país, en Medellín, un gobierno que llegó con las banderas de la independencia y con una votación histórica, hoy está vinculado con graves escenarios de corrupción y clientelismo, y la narrativa que construyó para defenderse acude a argumentos de clase para dividir a una ciudad que se hunde en sus indicadores de desigualdad.

Lo preocupante es que esos asuntos que fueron preocupaciones compartidas en otros momentos, dejaron de ser novedad, esas cosas que parecían las pistas para encontrar el camino de una propuesta colectiva de futuro ya no convocan. La corrupción parece que dejó de ser un argumento para el cambio, la gente ya no siente que es posible encontrar un proyecto limpio de corrupción. Las mentiras también se hicieron normales. Es que nos han dicho tantas y en tantos gobiernos —dicen en las conversaciones—, que ya no se encuentra ahí un problema que se pueda resolver con un nuevo proyecto político. Las normalizamos, aprendimos a vivir con ellas como parte del juego de la política.

Si esas cosas ya no generan el rechazo necesario, ¿qué es eso fundamental sobre lo que nos debemos poner de acuerdo esta vez? En los años noventa fue una respuesta contundente al narcotráfico, sus estructuras y sus consecuencias, a la violencia guerrillera que ya demostraba excesos que le restaron toda legitimidad, a la precaria gestión del Estado tanto en el nivel nacional como en el local. Allí estaba la preocupación transversal por la corrupción y el clientelismo, estaba la preocupación por las mentiras como discurso de gobierno. Hoy en cambio se escuchan preguntas incrédulas sobre cuál es ese proyecto mejor que el actual, que merezca la pena el cambio, como si la corrupción y las mentiras no fueran suficientes y no valieran la pena discutirlas a fondo para nuestro proyecto de sociedad.

La preocupación por el futuro es la pregunta por lo fundamental. Hay mucho en riesgo. No se entiende cómo la corrupción y las mentiras, se nos volvieron paisaje.

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