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“Hojas de todos los colores del otoño revolotean alrededor. Cruzan la calle y ve que el árbol de la esquina —su otro árbol, amigo del árbol de enfrente— ha sido alcanzado. La copa, todas las hojas y las ramas, se ha venido abajo, pero el tronco sigue en pie. Las dos partes, tronco y copa, se mantienen unidas por una corteza plateada que parece fina como el papel. Ve la madera recién expuesta, clara, llena de savia.
—Mamá, ¿por qué hacen eso los hombres? Los árboles no hacen daño a la gente.”
El bosque. Nell Leyshon.
Casi siempre hay alguien mirando cuando creemos que actuamos en soledad. Salí a la terraza de mi casa con una hoja en la que cargaba un insecto que no supe identificar. Me agaché junto a la hierba, contándole que ya estaba a salvo, y justo ahí entró un hombre que venía a hacer una reparación. Instantáneamente pensé en la incomodidad y la extrañeza de la situación, pero nuestros ojos se encontraron tras su pregunta: “¿Salvando la naturaleza?”
El insectito cayó entre la hierba y yo me paré sonriente a decirle que sí, que intentándolo, a lo que siguió su relato sobre cómo también hacía lo posible por rescatar animalitos en su casa en el campo, así fuera, por ejemplo, el alacrán que mató a su perro, “el que se me llevó a mi niño de seis años, pero igual lo liberé”. Conversamos sobre esa masacre automática de las vidas pequeñas, sobre la diversidad que nos rodea y nos asusta. “Yo también soy un animalista”, fue su despedida. Entonces pensé en estos momentos como nuestro verdadero punto de encuentro. Es ahí donde la vida nos grita que somos iguales. Es ese fondo en donde se borran las nacionalidades, las lenguas, los colores de piel, las religiones y las posesiones, pues nos estamos diciendo que somos capaces de la bondad.
Karen Armstrong subraya cómo en los monoteísmos y en general en Occidente ha habido una relación de dominación con la naturaleza y un Dios en el cielo, mientras que en lugares como India y China Dios ha sido una fuerza sagrada que está en todas partes, en una naturaleza venerada. Tenemos la responsabilidad, desde esa empatía emocional con la naturaleza a la que llama Armstrong —vital para que realmente nos importe lo que pasa, ya que hay muchas cosas que no entendemos—, de salvar lo pequeño y lo grande. Según la FAO, más de 75% de los cultivos alimentarios del mundo dependen de alguna forma de la polinización, y cerca del 35% de los polinizadores invertebrados, sobre todo abejas y mariposas, están en peligro de extinción. Cita la periodista Victoria Toro al experto Dave Goulson: “Tal vez si aprendemos a salvar a una abeja hoy, podamos salvar el mundo mañana”.
Este domingo son las elecciones en Brasil y reelegir a Bolsonaro sería escoger la muerte de la Amazonía, que es también nuestra muerte. Cuenta Eliane Brum que, con 25 años cubriendo esta región como periodista y 5 viviendo en la selva, jamás había registrado un ataque sistemático de esta magnitud como mensaje político, además de haber visto llamaradas por primera vez desde el balcón de su casa. Siento la necesidad de compartirles sus palabras: “Son escenas de horror, peores porque son lentas. El fuego engulle vidas, porque cada árbol es un mundo de otros seres vivos conectado a otros árboles-mundo, en una rica y biodiversa conversación que hace que la Amazonia sea una de las principales reguladoras del clima del planeta. Es un holocausto de vidas no humanas, es la destrucción del día después de los niños humanos que ya han nacido. Desde aquí, desde mi ventana, el futuro patrocinado por Bolsonaro es una bola de fuego. E impacta en la vida de todos los ciudadanos del mundo.”
Nos encontramos en los pequeños actos de cada día, en los que hacemos lo que verdaderamente somos cuando nadie nos está mirando. Es allí donde ocurre la esperanza. De manera que si alguien nos pilla por sorpresa, que nos encuentre salvando el mundo, así sea a través de un voto o de la liberación de una abeja en el jardín.