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El viernes a las 12:47 p.m., Javier Acosta, ciudadano, padre y barrista, puso fin a los dolores físicos y emocionales que lo aquejaban desde hace años, cuando contrajo una agresiva osteomielitis que lo fue deteriorando hasta hacer irreversible su enfermedad. Javier, en un acto genuino de autodeterminación y manifestación de su libertad, decidió abrazar con tranquilidad la finitud y despedirse de esta vida, de su hija, de su perra y de sus compañeros y amigos de hinchada, con la alegría, la autenticidad y la serenidad que siempre lo caracterizaron. Con la eutanasia, Javier partió en paz, consciente, libre de los padecimientos propios del encarnizamiento terapéutico y tomado de la mano de sus seres queridos, dándonos a todos un testimonio de dignidad y libertad que marca un nuevo hito en el activismo y la jurisprudencia que han procurado garantizar el derecho a la muerte digna en un país parroquial donde los fanáticos iracundos y vendedores de preceptos se creen con la facultad de decir a otros cómo deben vivir, cómo deben amar, cómo deben parir, cómo deben vestir, qué deben o no consumir y, lo que es la más agresiva e intrusiva de todas estas violaciones a la autonomía y la libertad, cómo deben morir.
Desde 1993, la Corte Constitucional comenzó una línea jurisprudencial que versa sobre esta materia para garantizar el derecho a morir dignamente y en la que ha exhortado reiteradamente al Congreso de la República a legislar en firme sobre el tema, pero la falta de voluntad política lo ha impedido. La Corte, progresiva en sus sentencias, fue ampliando el espectro de interpretación de normas y principios, al punto de que hoy, los colombianos, incluso sin estar sujetos a la condición de enfermedad terminal, pueden acceder a esa opción para poner fin a un destino cruel, inhumano y degradante, forjado por alguna enfermedad o lesión incurable.
No faltaron quienes, en el caso de Javier y otros tantos, se atrevieron desde posiciones bastante cómodas a juzgar a quien optó por poner fin a sus terribles padecimientos sin perspectiva de cura. Se esgrimen argumentos religiosos, morales e incluso parangones con otros casos en los que, a causa de tratamientos invasivos que en muchas ocasiones limitan sobremanera a los pacientes en situaciones tan básicas como comer o asearse, se han logrado meses o años más de sobrevida. Eso, el encarnizamiento terapéutico que conecta a los pacientes a aparatos que suplen sus funciones vitales o los somete a cócteles tóxicos de medicamentos que provocan síntomas horriblemente incómodos, en el mejor de los casos, se asocia a apenas unos periodos más de vida.
¿Es digno vivir una vida en la que impera el sufrimiento y el dolor, y no el bienestar? No, vivir con dignidad es vivir en un estado de armonía corporal, mental y social que permita realizarse plenamente. La enfermedad es parte de nuestra vida; en muchas ocasiones es el vehículo natural por el que se transita definitivamente hacia la muerte, hacia el final del ciclo que vivimos en esta tierra. No obstante, esos últimos días, ese momento final, no debe estar acompañado de dolores y sufrimientos. Si vivir la vida digna, plena y libremente es un derecho fundamental, morir lo es también correlativamente. Nos preparan, nos instruyen en cómo vivir, pero muy poco en cómo morir, y sobre todo, en cómo morir bien. La prolongación de la vida a expensas del sacrificio de la calidad es solo la manifestación de la costosa y torpe incapacidad que tenemos de no poner sobre la mesa la difícil conversación sobre el final de la vida. El ejemplo de Javier y de quienes eligen despedirse en condiciones más dignas, más decentes, es uno de profunda libertad; nos reafirman que somos nosotros, y nadie más, los dueños de nuestra vida desde el principio hasta el final.
Otros escritos de este autor: https://noapto.co/samuel-machado/