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Una gaviota bebé se cayó del nido en una callecita de Gamla Stan, el centro histórico de Estocolmo, y su madre mostró el dolor y la furia rasgando cielos y cuellos humanos en su defensa. Lo presenciamos esa primera vez y, tras esa, varias más durante el viaje. Decía en la primera columna de estas semanas que viajar era maravilloso para explorar la diversidad y lo particular de cada lugar, pero también para encontrarse con lo universal en medio de la lejanía y la diferencia. Hubo algo que fue tejiendo este viaje de universalidad mientras cambiábamos de paisajes e idiomas. Actos que, a través de la compasión, llevaban a personas muy distintas a detenerse y establecer vínculos pasajeros sin necesidad de palabras.

En una ocasión, sentada en una mesa al aire libre en Helsinki, vi a un hombre arrodillado con la cabeza apoyada en las manos, en posición de oración sobre la calle. Estuve observándolo durante un rato, sufriendo, contemplando su quietud, imaginando lo que pasaba por su mente durante tanto tiempo en esa posición, oyendo sin ver esos pasos apurados que lo sobrepasaban. Entonces me centré en aquellos que se detenían y acomodaban lo que llevaban en las manos para sacar una moneda. Cada uno de ellos rompía el muro atroz de la indiferencia en medio del afán.

Vi, en un restaurante exterior en Riga, a un hombre viejo con muletas atravesar la calle con dificultad, a paso muy lento, cambiándose una bolsita de una mano a la otra, y a un hombre indio pararse rápido y alcanzarlo para darle algo. Roto el muro. Miré al indio con los ojos aguados y él me dijo con los suyos que me entendía. Roto el muro.

Una señora mayor atendía el desayuno cada día en el sótano abovedado de un hotel en esa capital preciosa de Letonia, bajo unos arcos que para mí eran belleza y para ella una rutina agotadora. Cada mañana, ella sola, corría de lado a lado recogiendo las montañas de platos y comida que la gente tomaba sin pensar. Nadie la veía, era como el aire que esquivaba el afán. Cada día la saludé, le agradecí y le deseé una buena jornada, y cada día me miró con sorpresa, sonriente, y me agradeció en su idioma. Roto el muro.

En un túnel peatonal para atravesar vías bajo el suelo, observé a un músico tocar sus instrumentos concentrado, hora tras hora ante esa constante de los pasos afanados de los demás. Parecía inmutable, como si solo su música importara, como si no lo afectara que la vida de todos transcurriera mientras él tocaba con el anhelo de emocionar. Cuando alguien se aproximaba con una ayuda él conservaba su calma, pero sé que la inmutabilidad era exterior. Algo poderoso se movía dentro, la esperanza bailaba con su música. Roto el muro.

Junto a la Gate of Dawn en el centro histórico de Vilna, un hombre sin una pierna esperaba la vida en una silla de ruedas. Una señora con gafas de sol de lujo se detuvo, sacó unas monedas y las echó en un vasito, y el hombre siguió el acto con mirada de niño, los ojos posados en las manos de la mujer junto al vaso, y después levantados lentamente hacia su rostro, en una especie de cuestionamiento ante la razón de aquel acto, de incredulidad ante la compasión precisamente con él. No movió sus labios, solo su mirada y sin duda algo dentro. Roto el muro.

En el cementerio de Rasos, donde están enterrados escritores, artistas y víctimas de la guerra en Lituania, en un silencio, una soledad y un sol abrasadores, un hombre raspaba meticulosamente el mugre adherido a la escultura de una tumba. Parecía una misión titánica, inútil, pero era lo único que importaba para él en ese instante y era el mundo. 

Era detenerse a romper el muro. Porque esta columna es sobre detenerse, que es lo único que importa para que algo importe, para que algo cambie. Así como cambió cuando una mujer de pelo blanco, arrugada y encorvada me pidió ayuda en lituano, y yo la miré con dolor pero seguí caminando, y después me devolví, saqué unas monedas y se las di, y entonces esa mujer se convirtió en otra, me miró con unos ojos azules descomunales y una sonrisa que embelleció sus arrugas, y me dio las gracias reiteradamente, paralizándome, dejándome con ella dentro durante horas, días —tal vez por siempre—. Porque si no me hubiera detenido, esos ojos no me hubieran transmitido su unicidad ni me hubieran reafirmado que no era una moneda más, sino un paso de la mano hacia la esperanza.

Así también, en una estación de tren en Bergen, una señora nos ofreció tomarnos una foto, nos contó que estaba allí para hacerse un tratamiento en los dientes, porque le dolían, así como los huesos, pero dijo que había gente en silla de ruedas y entonces ella agradecía su suerte. Nos dijo que teníamos dientes hermosos. Y al saber que éramos de Colombia, nos dijo que teníamos algo especial en la forma de tratar al otro y que ella era más como nosotros y menos como la gente que la rodeaba. Quisimos abrazarla en esa soledad cálida y expresiva. Retrasamos la despedida, así tuviéramos poco tiempo, mientras nos contaba sobre su hijo músico. Y al final ella supo que era hora y concluyó: “probablemente no volvamos a vernos nunca”. Y yo sentí que era radical que lo dijéramos en voz alta, aunque lo supiéramos, pero tuve la certeza de que esa valentía lo valía todo. Era detenerse, mirar la vida de frente, sentirla, romper el muro para estar vivos.

Otros escritos de esta autora: https://noapto.co/catalina-franco-r/

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