Escuchar artículo
|
La muerte puede tomar muchas formas. Es una de sus virtudes: asegurar el mismo resultado sin importar el procedimiento. Retratar la muerte es relativamente sencillo. En la mayoría de productos audiovisuales, incluso los más comerciales, se logra con algo de éxito. Disparos, sangre falsa, una escena de funeral, gafas oscuras, llanto y la salida solemne de un grupo de personas que abandonan un cementerio. Lo verdaderamente difícil es retratar la pérdida. El vacío que queda después de la muerte. El desconcierto.
El Otro Hijo logra hacerlo con sensibilidad. La fotografía, la música y el guión se organizan y apuntan al centro de la cuestión. Muestran lo que es difícil nombrar cuando nos enfrentamos a la ausencia permanente de alguien a quien amamos. La conmoción que genera en el espectador es genuina. Hay sutilidad e inteligencia en la manera de mostrar. El director teje la trama con hilos finos: la composición de la familia, las implicaciones de la clase social, la burocracia de la muerte, las muertes simbólicas y la ciudad. Los cerros y los colores la delatan sin robarle universalidad a la historia.
Es un drama común: una familia y un grupo de amigos adolescentes se enfrentan a una muerte inesperada, podría decir prematura, pero quién puede juzgar si la muerte llega o no a tiempo. Lo que no es común es la mirada cercana y honesta. La justicia con la que se ejecuta, que es la misma que merece el tema sobre el que se construye el relato.
Todas las dimensiones de un duelo están puestas en la pantalla y se sostienen sin necesidad del pesado andamio del efectismo. Esto fue lo que más aprecié de El Otro Hijo: no busca el sacudón emocional, el pinchazo epidérmico que hace llorar. Va directo a la entraña y se acompasa con los ritmos pausados de un dolor profundo.
Otros escritos de esta autora: https://noapto.co/valeria-mira/