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Desde finales del 2019, la humanidad entró en un caos paralelo a otros ya existentes, algo así como una inhalación colectiva en la que todos aguantamos la respiración, confinados en nuestros hogares, algunos atrapados en ciudades extranjeras, en hoteles desperdigados por el mundo, a la espera de un decreto que nos permitiera, con alguna excusa, movilizarnos, fue lo que ocurrió cuando el virus SARS-COV-2 se confirmó en China y se propagó por todo el planeta causando la enfermedad hiper contagiosa de COVID-19 que dio origen a la pandemia del siglo XXI, que a todos —sin excepción— de una forma u otra nos tocó.
Primero fue el cierre de fronteras, los aviones aterrizaron y los aeropuertos dejaron de operar. Después, las cuarentenas estrictas en los países nos obligaron al encierro, a esperar cada semana la noticia esperanzadora de que por fin podríamos salir. Luego, con la lenta y paulatina reapertura, llegaron las medidas de bioseguridad, extremas, asépticas, algunas tan ridículas que hoy al evocarlas provocan risa. Y la prenda infaltable: el tapabocas, antes exclusivo de uso quirúrgico y laboratorios, llegó para quedarse como los jeans o los tennis. Todas normas limitantes en sentido literal y figurado. Cada persona vivió su propio encierro, en casa, con sus temores, enfrentándose a una cotidianidad que le parecía abrumadora. Aprendimos a valorar, como nunca, una simple salida al parque, un decreto que permitiera hacer actividad física durante treinta minutos al aire libre. Pequeños respiros que lo eran todo en medio de una incertidumbre nunca vista. También nos dimos cuenta de lo frágiles que somos en nuestra humanidad y, unos cuantos, entendimos que lo que afecta a uno nos afecta a todos.
Cuando comenzó el caos, la intención era cuidar la vida. El único objetivo era protegernos, no contagiar a los más vulnerables: ancianos, personas con enfermedades de base, niños, embarazadas, personal médico —indispensable para luchar contra este bicho—. Como pocas veces, la vida humana fue lo más importante, y la principal acción que nos mantiene en este plano nunca había despertado tanta consciencia. Respirar, ese verbo vital en medio de la pandemia era lo único relevante. Todo lo demás podía esperar. Aunque ya teníamos la certeza de que no poseemos el tiempo, sino los mecanismos que nos dan cuenta de él, y de que la peor de las muertes, la causada por la asfixia, estaba a la vuelta de cualquier respiro o contacto, seguíamos esperando, haciendo planes para “El momento en que esto termine”, como si tuviéramos el control sobre el desastroso virus, o sobre la vida y la muerte.
Empezamos a salir, con medidas que variaban según cada gobierno local —por lo menos aquí en Colombia— y con algunos decretos presidenciales que se extendían cada semana. Toques de queda, el famoso pico y cédula, los permisos especiales para asistir a citas médicas, la llenadera de formularios respondiendo las preguntas de rigor sobre si se presentaban síntomas de COVID-19, la toma de temperatura. Un extremo control sobre lo que hacemos, cómo nos movemos e, incluso, a cuánta distancia respiramos o tosemos de otros. Rostros borrados escondidos detrás de ese reducido trozo de tela, un temor desmedido a observar al otro, a sentirlo a tocarlo, a ver sus vías respiratorias por donde, de pronto, estaba alojada la enfermedad que podría llegar a las nuestras. Lentamente empezamos a tomar el primer respiro, a salir de los hogares, a librarnos de los confinamientos, a decidir a dónde ir, a qué horas y cómo movilizarnos. Respirar, curiosamente, es sinónimo de libertad, de vivir.
Hace unos días, el presidente Iván Duque anunció que a partir del primero de mayo el tapabocas no sería obligatorio en espacios cerrados, con algunas excepciones. Al enterarme de esto, mi primer gesto fue reventar el que tenía puesto en ese momento. Fue un acto simbólico, como una manera de quitarme otras máscaras. La de la indiferencia, por mencionar alguna. La noticia llegó por los mismos días en los que ex oficiales de las Fuerzas Armadas relataron y aceptaron su participación en homicidios contra civiles para darlos como bajas en combate contra la guerrilla, y este estremecedor testimonio dio para todo tipo de opiniones. Muchos, incrédulos o ingenuos y con una frialdad espeluznante prefieren mirar a otro lado o decir que es una invención más de cierto sector político. A mí en cambio, me parece el fin de otra máscara. Una mucho más difícil de quitar, pero fundamental para tomar otro aire y enfrentarnos —de una vez y para siempre— ante esa realidad que ha permanecido oculta bajo una mortaja inmensa que tejió el país durante tantos años: la de los falsos positivos.
El fin de la máscara es un hito crucial en esta pandemia. Salir a la calle y ver las caras no solo significa que esta enfermedad se ha adherido al ADN y es inherente a este planeta, sino que simboliza también la disminución de su letalidad y del mayor temor que generaba: la muerte por asfixia. Eliminar el uso obligatorio del tapabocas es respirar de nuevo en paz, con la tranquilidad que implica mirarnos a la cara, recordar que los demás no son solo una cifra, ni un número de las estadísticas, o un posible transmisor de COVID-19, ni un simple desaparecido más en este alud de muertos que ha dejado el conflicto armado de Colombia. Los rostros son seres humanos, cada uno tiene una historia, y todos importan, todos tenemos derecho a respirar. No olvidemos el objetivo principal: cuidar la vida. Siempre.