Reivindicando el silencio

Reivindicando el silencio

“[Los taxis] llevan indefectiblemente los radios prendidos transmitiendo: partidos de fútbol, vallenatos, o noticias optimistas sobre los treinta y cinto que mataron ayer, quince por debajo del récord (…) Si uno le dice al taxista: «Por favor, señor, bájele un poco a ese radio que está muy fuerte», el hideputa (como dice Cervantes) lo que hace es que le sube. Y si uno abre la boca para protestar, ¡adiós problemas de esta vida! Mañana te estarán comiendo esa lengua los gusanos. (…)  ¿Y en los buses? ¿Se puede viajar en bus sin música? Tanto como se puede respirar sin oxígeno”. Fernando Vallejo, La virgen de los sicarios

El relato de Fernando Vallejo sobre esa Medellín de los 90 no dista mucho de lo que vivimos hoy en día. Que los latinos somos gente ruidosa, que la música entra por el oído y va al corazón, que es el lenguaje universal de la humanidad. Todo eso lo entiendo, pero ¿por qué 30 pasajeros de un bus se tienen que aguantar a Yeison Jiménez a todo volumen por una decisión unilateral del chofer? Esta columna es una reivindicación al silencio. 

Mientras que en Europa se prohíbe hablar por teléfono en el transporte público por respeto a los demás pasajeros, el mapa de ruido del año realizado en Medellín en el año 2014, indica que el 54 por ciento de la población se ve afectada en las noches por sonidos que se mueven entre los 55 y 65 decibeles. Podría citar a muchos historiadores colombianos y extranjeros, que han escrito sobre toda la herencia de violencia que ha marcado nuestro devenir histórico. Sin embargo, me pregunto ¿qué tanta de nuestra cultura violenta se origina por la falta de silencio? 

El ruido es un problema grave de salud pública que afecta la convivencia. Existen numerosas evidencias que aseguran que el ruido afecta la salud mental y general de las personas desde el punto de vista psicológico y físico, especialmente cuando el ruido interrumpe el sueño y, por ende, las funciones propias que se realizan mientras el cuerpo descansa causando graves consecuencias de aprendizaje, concentración, y problemas en la resolución de conflictos.

Nuestra aversión al silencio no es cosa nueva. El desasosiego es algo natural, buscar algo qué hacer, apagar la insonoridad de la falta de productividad, esquivar el vacío, es humano. Pero nuestra huida al silencio está pasando factura como sociedad. Está llegando a límites que invitan a una reflexión sobre la necesidad de silencio. 

Y es que enfrentarse al silencio no es fácil, lo acepto. Veo en mi generación (y debo confesar que en mí) una aversión a los instantes de pausa. Todo con tal de no enfrentarnos al vértigo de la ausencia de ruido, al silencio como forma de nostalgia. Dominados por la ansiedad, alimentamos el ruido (ya sea acústico, visual o mental), tratando de huir de nosotros mismos. Le tenemos miedo al silencio, olvidando que en él se engendran las palabras. 

En su momento, el silencio fue un lujo que se daban los poetas y escritores, hoy es recomendada en forma de meditación, de ejercicios de yoga o de oración, pero nunca en la vida cotidiana. Pertenezco a la minoría que disfruta manejar sin música, ir a un brunch sin DJ, montarme a un bus sin oír a Yeison Jiménez de fondo, ver historias de Instagram sin sonido. 

Me gusta huir del estruendo para reivindicar el silencio, pero confieso que a veces lo escondo avergonzada, y solo lo revelo ante los nichos de quienes están descubriendo sus ventajas para el cuerpo y para el alma.

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