Regular el sector financiero

Regular el sector financiero

En algunos círculos, decirlo es tabú. Pero el tema resurge cada vez que hay una crisis financiera, es decir, cada rato. No puede pasar una década sin que se produzca una burbuja financiera (que el precio de un activo en el mercado se aleje de su valor intrínseco, el cual es difícil de determinar con exactitud, pero se entiende que la especulación puede llevar el valor de las cosas a niveles que no tienen). Peor aún, cuando gigantes financieros se quiebran, con frecuencia la solución incluye nacionalizaciones y movilizar recursos de los contribuyentes, para, sí señor, reparar los daños ocasionados por malas decisiones de privados.

El uso de cierto tipo de lenguaje como “tormenta financiera” o “terremoto” es engañoso, porque la canalización de importantes recursos a actividades riesgosas con alto potencial de destruir ahorro no tiene nada de providencial. Es un desastre humano y así se le debe entender.

Uno esperaría que esta actividad estuviese tan normatizada como lo están otras para los consumidores, pero la desregulación del sector financiero, un sector tan sensible, se produce por muchas razones. Porque la ideología dominante así lo puede considerar (“dejar hacer, dejar pasar”, laissez-faire es la consigna de la buena administración de la economía liberal). Más aún, regular los contratos financieros representa todo un reto para el legislador, que debe seguir el paso al ágil ritmo de la innovación financiera, y entender si la complejidad de un instrumento y la escala a la que se le está comercializando representan un riesgo para la economía. La tarea es titánica y con frecuencia legisladores, académicos e inversionistas se equivocan. Es en retrospectiva que se conocen los riesgos creados por un modelo de negocio sustentado en alguna innovación financiera. A veces, el riesgo no viene del producto financiero en sí mismo, sino de su venta sistemática a inversionistas incautos, que depositarán allí sus ahorros, para luego darse cuenta de la destrucción de riqueza que se ha producido, desatando el pánico.

Por necesidad histórica, la regulación al sector financiero debe ser ajustada para cada país, y por supuesto, conociendo cuáles han sido las prácticas y los productos que han desatado allí crisis. A veces son inmobiliarias, a veces en el mercado accionario, o relacionadas con bonos. Lo mínimo que los reguladores le deben a los consumidores financieros es una buena vigilancia de contratos financieros que ya han causado daño. Y producir este tipo de legislación puede ser muy difícil.

Es entonces momento de resaltar la necesidad de tener un buen protector del consumidor financiero. Una de las pocas herencias que la crisis de las hipotecas subprime le dejaron a Estados Unidos fue la agencia de protección al consumidor financiero, Consumer Financial Protection Bureau. Esta agencia ha debido recorrer un camino lleno de obstáculos, entre ellos, los ataques de sectores conservadores, que ven en su existencia una extralimitación de los poderes del gobierno.

Aunque es esencial proteger al consumidor financiero, pues este suele ser débil y desinformado, y a la merced de lo que otros hagan, hay que ir mucho más allá. El dolor que recae sobre el consumidor cuando estalla una crisis es solo parte del daño creado durante el frenesí financiero: una verdadera regulación financiera debe disminuir la incertidumbre cuando esta es exagerada (léase reducir la complejidad de un instrumento), y peor aún, debe ser capaz de sancionar a instituciones y personas que hayan incurrido en malas prácticas, y aquí es donde la mayor parte de los países falla. Como sucedió después de Lehman, después de la crisis de la deuda griega, después de la crisis de la deuda latinoamericana en los 80, todo el costo de la crisis se pasó a los contribuyentes de los países deudores: no vimos a fondos y bancos internacionales perder dinero por culpa de sus malas inversiones (¿de eso no se trata el capitalismo pues?), ni mucho menos vimos a ejecutivos ir a la cárcel por falsear los documentos que daban fe de la calidad crediticia de los deudores hipotecarios.

Ese es el gran problema de la regulación financiera, el llamado riesgo moral: al igual que un joven que es irresponsable porque su papá lo salva de todos los problemas que causa, banqueros e inversionistas no toman mejores decisiones, pues si se quiebran, los salvan. Es el famoso: “cara, yo gano, cruz, tú pierdes”.

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