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Amalia Uribe

Reencontrar la piel

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Hace dieciséis años entré por primera vez a un quirófano. No sabía los riesgos que corría ni comprendía muy bien por qué lo estaba haciendo. Entré para ponerme implantes mamarios. Segura de que era lo que necesitaba para sentirme bien en mi cuerpo, un cuerpo que ni siquiera se había desarrollado del todo. Un cuerpo que llevaba solo diecisiete años habitando y en el cual me sentía incómoda, ajena. Un cuerpo que me ha costado aceptar y querer.

Crecí en una sociedad donde se le da una importancia desmedida y absurda a la belleza y donde se mira a la mujer como una obra incompleta a la que siempre le falta o le sobra algo. Creía que lo hacía por mí, porque todo se puede mejorar, porque iba a sentirme cómoda, a tener seguridad y confianza. Creía que mis vacíos se llenarían como solemos llenar todo los seres humanos, con plástico, con objetos, metiendo una cosa dentro de otra forzándola, haciendo caber lo que no cabe porque no pertenece. Cortando, abriendo, cosiendo, solo por un afán de agradar, de mostrar, de parecer suficiente y perfecta. Una automutilación macabra.

Durante mucho tiempo me sentí cómoda con esas dos bolsas dentro de mi pecho y me parecía normal hacerlo, es más, me parecía necesario. Fue hace un año, cuando algo dentro de mí se encendió, una idea que estaba desperdigada en mi mente, que llevaba años tomando forma y revelándose misteriosamente ante mí. Algo simple, pero transformador: los dolores que llevaba muchos años sintiendo sin explicación médica alguna se debían al cuerpo extraño, dos para ser exacta, que habitaban en mi cuerpo: las dos prótesis de silicona, aunque intactas y bien puestas, estaban generando inflamación crónica. Tiene un nombre: Síndrome de Asia (autoimmune/inflammatory syndrome induced by adjuvants)*.

Desde ese día mi autopercepción cambió de manera determinante. Al leer la noticia que hablaba sobre este síndrome y de las miles de mujeres en el mundo que manifestaban muchos de sus síntomas entendí lo que mi cuerpo llevaba años diciéndome. Que mis dolores musculares, los calambres, la fatiga crónica, los corrientazos y sensación de quemadura en los senos, a pesar de que todos los exámenes que me hacía salían perfectos, tenían su origen en ese material sintético que de manera voluntaria le introduje a mi cuerpo simplemente para encajar en los estándares de belleza que, ni aún con todas las cirugías del mundo iba a cumplir, ni tengo por qué hacerlo. Soy suficiente, mi cuerpo es el único lugar sagrado en el que estaré toda mi vida. Es mío, es mi parte de universo. 

Ese día escuché mi voz en las venas, en la sangre, en cada palpitar, se liberó del encierro al que había sometido a mi consciencia como si acabara de salir del fondo del océano después de aguantar la respiración todo este tiempo y me gritó, me forzó a replantearme quién era, la decisión que había tomado tan joven de transformar mi cuerpo de esa manera y limitar su desarrollo natural. Fue como si descubriera una belleza que estaba anestesiada, que me decía déjame brotar, esto no es tuyo, no te pertenece.

En mis escritos siempre hablo de un tema que me parece fascinante: lo valioso que es el cambio y la importancia de las búsquedas personales, de cómo el aprendizaje que llega con las experiencias nuevas y los estímulos diversos moldean nuestro pensamiento, pero no de una forma estricta ni irrevocable, sino todo lo contrario, con flexibilidad y entusiasmo por cada nuevo comienzo. Por lo menos así me gusta pensar mi vida, porque no hay nada que me genere más tranquilidad y alegría que saberme distinta y descubrirme cada cierto tiempo como una mujer nueva que no se queda con lo primero que ve, lee o piensa. Que sigue caminando con la sed del que anda perdido bajo el desierto, porque su motivación no es el remanso, sino el trayecto que se debe recorrer para encontrarlo.

Hace tres meses tomé la decisión de remover de mi cuerpo los dos implantes de silicona que habitan en mí desde hace tantos años y el próximo miércoles volveré al quirófano, esta vez con la convicción plena de lo que significa someterme a una anestesia, exponer la piel y el cuerpo y saber que quedará marcado.

Volveré a nacer y a reconocer mi pecho, mis senos, mis heridas. Me confrontaré, pero esta vez no ante el espejo porque mi preocupación ya no es la de mantener un cuerpo físico perfecto e idealizado. Reencontraré mi piel y abrazaré a esa mujer joven que algún día se sintió menos por tener senos pequeños, nalga demasiado grande, piernas muy delgadas, nariz irregular y cachetes abultados, que se rechazaba y quería cambiarlo todo con el poder de un bisturí, sin darse cuenta de lo macabro de la idea y de lo trágica que puede llegar a ser la distorsión de la propia imagen, el rechazo al cuerpo.

Vuelvo a mí para recordarme que cambiar no es malo, que ser muchas mujeres es válido, pero que nunca más debo sentirme insuficiente y que, en el camino, lo que necesita llenarse no se busca afuera, que hay que mirar siempre hacia adentro, porque la belleza de una flor no está en sus pétalos. Está en su pistilo, en su capacidad de abrirse, de cerrarse y volver a florecer. 

*El síndrome autoinmune inducido por adyuvantes (ASIA) es una patología de difícil diagnóstico, poco conocida por el personal de salud, y con una clínica poco variable. Ha tenido un incremento en su incidencia en la población con antecedentes de procedimientos estéticos. Por esta razón es importante profundizar en el conocimiento y el estudio de esta patología, especialmente en el ámbito de la cirugía plástica. Disponible en:https://www.ciplastica.com/ojs/index.php/rccp/article/view/193#:~:text=El%20s%C3%ADndrome%20de%20ASIA%20es,generando%20m%C3%BAltiples%20s%C3%ADntomas%2C%20los%20cuales

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