Escuchar artículo
|
Desempolvé hace algunos días un pequeño texto del filosofo estadunidense Michael Walzer llamado Razón, política y pasión. Tres defectos del liberalismo. La última vez que lo leí, a principios de este siglo, era profesor de planta en una universidad y dictaba cursos de teoría política y de historia. Mi acercamiento al texto, dadas mis responsabilidades y retos académicos, fue bastante esquemático y desapasionado. Walzer ha sido uno de los principales pensadores de la escuela comunitarista la cual, en muy pocas palabras, afirma que se debe ser crítico y muy escéptico de los principios morales universales que han sustentado al liberalismo. Es la responsabilidad, dice el académico, tanto de pensadores como de líderes políticos y ciudadanos, analizar y desarrollar aproximaciones a problemas y retos a partir del contexto y teniendo siempre en cuenta características culturales, históricas y sociales de las comunidades particulares que gobiernan y en las que viven.
20 años después de esas lecturas académicas enfocadas en desarmar y contrastar los escritos y las teorías, confieso que en esta oportunidad leí el texto en un estado de intranquilidad y quizás buscando claridades, ya no intelectuales y pedagógicas, sino emocionales y personales. El estado de la política nacional (con gritos de golpes de Estado, con ataques a la prensa en cada discurso y con bulos de todos los lados), las elecciones de EU (en las que literalmente se juega la vida la democracia liberal más antigua del mundo), las criminales guerras en Ucrania y medio oriente, el fraude electoral y la violenta reacción de la dictadura de Maduro y las oleadas de noticias falsas que nos acechan en las redes alrededor de esos y de muchos otros temas, me tienen en un estado que se mueve entre la incredulidad, la ansiedad y el cinismo. Pululan las mentiras, la manipulación y parece que hace carrera una absoluta anulación de los hechos, las cifras, los datos y la evidencia. Sobra, eso sí, la emoción y la pasión.
Hace 20 años el mundo no era propiamente “un océano de mermelada sagrada”, para ponerlo en términos de Estanislao. El 911 había dado inicio a un nuevo siglo con la amenaza y los daños del terrorismo islamista. EU y sus aliados se embarcaban en unas guerras sangrientas y a la postre desastrosas (para EU y para los habitantes de Iraq y Afganistán). El país salía del cuatrienio de Pastrana con una guerrilla fortalecida, el paramilitarismo disparado y el gobierno Uribe enfrentando a unos y “desmovilizando” a otros. No era que no hubiera emociones y pasión involucradas en los diferentes frentes. Había y mucha, pero parecía, y esto obviamente puede estar abierto a debate, que las confrontaciones y discusiones (sobre la guerra, la negociación, la paz, los problemas y las posibles soluciones) se daban en un marco constitucional, institucional y lógico preestablecido y en general aceptado por los diferentes actores. Parecía que había unos acuerdos mínimos sobre la cancha de juego y las reglas. Había estilos, mentiras y tramposos, pero estaba más o menos claro quién era quién y a qué jugaban.
Walzer, no obstante, pone en duda que los juegos efectivamente se den en la misma cancha y en su texto se esfuerza en señalar cómo la política siempre ha sido una confrontación entre grupos, no exclusiva ni principalmente para solucionar problemas, sino para representar ideales y buscar acciones colectivas que impulsen sus intereses. Obviamente, en la búsqueda de esos intereses se mueven emociones como la rabia, la envidia y el miedo. Hay épocas de transición o fractura en las que, por acumulación, consistencia o simplemente por una combinación de hechos y situaciones fortuitas (como suele pasar en la historia) las fuerzas y grupos que enfrentan el status quo ganan tracción. Su combustible y método no nacen de la estructura racional, de hecho la enfrentan como un subproducto de las fuerzas dominantes, sino de las emociones que cuestionan lo existente y que proponen un mañana distinto. Esa, dice Walzer, es parte de la dinámica política y, aunque pueda ser enfrentada y señalada, no se puede decir que es extraña o de alguna manera insólita.
¿Y entonces qué hacer? Walzer, como la mayoría de los filósofos, no es muy concreto y directo frente a las posibles soluciones o a los caminos a seguir, pero sí insiste que no es suficiente quejarse por la violación de principios generales liberales o enumerar las faltas lógicas y las falacias argumentativas de los apasionados destructores del status quo. A las pasiones destructivas hay que enfrentarlas con pasiones democráticas como el compromiso con la justicia, la solidaridad y la indignación moral ante excesos del poder o el sufrimiento evitable. Sin esos combustibles que movilizan emociones, la denuncia de las mentiras y de la manipulación será solo un acto defensivo, pesado y lento, destinado a desaparecer en la fiesta de las pasiones y en la lucha contra el establecimiento (que es mucho más sexy).
Mezclar razón con pasión. Aferrarse a las evidencias y a las reglas de juego, pero hacerlo apasionadamente no porque tienen un valor en sí, sino porque con estas se puede vivir mejor y más dignamente. No cederle ni en el discurso ni en la acción el monopolio del cambio a ningún sector o movimiento. La política siempre es de futuro y para movilizar opinión y votos nunca bastará un análisis estadístico o una comparación de tasas.
En las últimas páginas, Walzer hace una invitación que parece mundana para un teórico político pero que va al corazón del asunto planteado en el libro y de mi inquietud y angustia. “Búsquese un grupo de personas con las que comparta razón y pasión y en las que confíe. Y trabajen”, parece decirnos. Y sí. Es por ahí.
Otros escritos de este autor: https://noapto.co/santiago-londono/