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Todos sabemos que nuestra identidad no es monolítica. Por defecto todos venimos con una multitud de intereses, formas de hablar, niveles de emoción, y estados de ánimo. No existe un “yo” constante, ni un “tú” permanente, ni nadie que lo tenga. Cuando hablamos con nuestros papás, quizás adoptamos un tono más sereno y amoroso. Mantenemos, ya en la adultez, algo de confidencialidad sobre los errores de nuestras vidas. Con los amigos, exponemos nuestro lado venturoso; desprendido de las ataduras del mundo profesional, optamos por nuestro lado, quizás, de mejor humor. Con el jefe, se activan filtros físicos, verbales y mentales. Así se esperaría, pues. Todo para decir que vivimos sin mucha linealidad, sí, con un hilo conductor, quién somos, pero nos atrevemos y vemos forzados a adaptar ese ser a nuestros ambientes. No estoy diciendo nada muy revolucionario.
Todo es un prefacio que se me ocurrió el otro día cuando, en una de esas sentadas descerebradas en redes sociales salté de Instagram a Twitter (no es «X», y opto por llamarlo Twitter porque me cae mal Musk) y finalmente a LinkedIn. Vi, en estos mundos pixelados, todos con interfaces similares, ese mismo síntoma del mundo real. Quizás más intencional, quizás igual de automático que el que ejercemos al momento que entramos a la oficina. Y vale señalar lo obvio: en Twitter muchos sacamos nuestro lado peleón; nos enganchamos con las estupideces que los otros peleones dicen; buscamos indignarnos frente a la absurdidad del mundo político, del fútbol y de aquellos ámbitos donde la objetividad escasea.
Saltando de ícono, en Instagram buscamos y nos deleitamos de un mundo hedonístico. Vemos belleza física en todas partes, fotos de lo hermoso en el mundo, tanto el humano como el natural. Y, en algunos momentos de ese doomscrolling, nos encontramos con un meme adaptado de manera perfecta a nuestro sentido del humor nos relaja con sus risas. A algunos, este mundo estético los llena de inseguridad, a otros de placer. Otros encuentra allí sus risas. Lo que sí sé, es que no nos encontramos con los mismos gritos digitales que en el mundo del pájaro azul.
Y para mí LinkedIn es el caso más particular. Sí, en Instagram los bendecidos con belleza exponen su piel y sus viajes sin mucha reserva. Otros, más reservados, deciden admirar lo que quizás sienten que ellos no tienen. O, desde las estanterías se ríen de la superficialidad de aquellos que viven en la fantasía de que ese archivo de belleza, como lo ha sido la billetera o el prestigio, es también una mesura de estatus. Pero mientras todos exponen, aunque de manera exagerada, y con filtros exigentes de selección, su próxima foto, ¿qué pasa en LinkedIn? Todos hablan con un tono ficticio, neutro, impersonal. A diferencia de Instagram, parece buscarse una uniformidad en lo que decidimos compartir. Destella en los posts la semejanza con los otros; quizás lo único que comparten las dos redes es esa misma exageración Instagramina sobre cualquier logro que podamos clamarle al mundo. Logro, está claro, que sea alineado con nuestra definición profesional del éxito. Es una «esteticación» (palabra inventada) de nuestras capacidades, de lo que creemos más valioso para el mundo de los serios.
Me frustra. Me río de los posts. Y después, me entra un pequeño callo porque no estoy haciendo lo mismo que todos mis compañeros. ¿Cómo va a saber el mundo de mis logros si no se los estoy anunciando con un “Dear Network”? ¿Y si me llega una oportunidad por ahí qué importa si entregué mi personalidad, sucumbí ante la horda? Son, se lo admito lector, las preguntas que me trajeron a esta columna. También caigo en la fantasía de que el mundo de las redes hoy es tan importante como el mundo real. Nadie sabrá quién soy, es más, no importará quién sea, si no está allá para que los otros vean. Mis opiniones no existen a menos que estén en argumentos twitteros. Mi cuerpo, mi apariencia no será comentada a menos que alimente el feed con fotos en Instagram. He caído ante esos dos mundos, ya por más de diez años. Es una idea absurda, pero una ola que se siente real cuando hablo, bueno chismoseo, con otra gente.
Ahora, entrando al mundo profesional, me asusta estetizar mis capacidades. Lo único que siento que ha permanecido mío. Mis logros, que han sido únicamente para mí, no contarán a menos que los difunda. Ni siquiera importa si la gente los lee. Importa que estén ahí para mirar, aunque solo sea yo quien los mire. Materializarlo en un post como todos los otros. Porque todos estamos en las mismas, buscando sentirnos parte de este juego. Ahora, parece, bajo una falsa ilusión, que el juego es en servidores, en letricas, como lo puede ser esta columna.
¿Conclusión? No existe ninguna buena. Decir que voy a parar de compartir mi ser, mis argumentos, es decir mentiras. Decir que no debería ni deberíamos es quizás un mal consejo. ¿Deberíamos?, ¿Y si nos lleva al éxito, a la atención ajena, a un trabajo soñado?, ¿O todavía importa alguito de dignidad propia, por lo menos para creerse distinto? Vale pensarlo, lector. Esta ola digital, lo admito, es muy difícil de evitar. Quizás lo único que nos podremos entregar –siempre lo ha sido– es sinceridad.
Otros escritos de este autor: https://noapto.co/juan-felipe-gaviria/