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La separación de poderes busca evitar que cualquiera de las ramas del poder público de un Estado adquiera más fuerza que las otras, arrogándose atribuciones que vulneren el orden legal. Sin embargo, en sistemas con una arraigada tradición presidencialista, la figura del jefe de Estado parece gozar de una omnipotencia que ni la justicia ni el poder legislativo pueden contener de manera efectiva. Gobernar por decreto se ha convertido en un fetiche recurrente de los gobernantes con tendencias autoritarias, quienes, invocando el respaldo popular, justifican excesivas atribuciones en el ejercicio del poder. Si el pueblo los eligió —en algunos casos con victorias pírricas que la narrativa transforma en triunfos aplastantes—, creen poseer un cheque en blanco para hacer y deshacer a su antojo.
Esta semana, Donald Trump cumple un mes desde su estruendoso regreso a la Casa Blanca. Treinta días que han parecido eternos debido a la avalancha de órdenes ejecutivas y decretos que ha firmado desde el primer minuto. Su gobierno ha impulsado la salida de tratados internacionales y organismos multilaterales, la imposición de sanciones arancelarias a productos importados, el cierre de entidades gubernamentales como USAID y la revocatoria de derechos civiles, entre muchas otras medidas. Incluso las promesas más descabelladas de su campaña se han materializado en decretos rubricados con su característica firma en marcador indeleble. Pareciera que las decisiones del Ejecutivo estadounidense fuesen irreversibles y que poco se pueda hacer contra ellas, evocando en nuestra realidad latinoamericana el clásico “comuníquese y cúmplase”.
Trump avanza con el acelerador a fondo en su afán de mostrar resultados en sus primeros cien días de gobierno, con especial énfasis en temas como migración irregular, seguridad, aranceles y su agenda de “America First”. Para ello, no ha dudado en pasar por encima de los procedimientos legislativos y en imponer su voluntad a pupitrazo limpio. No obstante, algunos jueces federales, en estricto cumplimiento de la ley, han actuado como un muro de contención frente a sus desmesuradas decisiones, protegiendo los intereses públicos y los derechos y garantías de los ciudadanos.
Actualmente, varias demandas reposan en tribunales contra algunas de las medidas adoptadas en sus primeros días de regreso a Washington. Si la justicia actúa conforme al derecho, lo natural sería que estas decisiones sean revertidas. Lo preocupante es que figuras clave de su equipo, como el vicepresidente J.D. Vance y el magnate convertido en asesor, Elon Musk, han llamado a desconocer los fallos adversos, argumentando que los jueces están maniobrando para obstaculizar la agenda de Trump y frenar sus reformas. El verdadero peligro de Trump no radica en sus decretos, sino en su disposición a doblegar las instituciones para imponer su voluntad sin límites
La justicia, representada en los jueces, suele ser el último bastión que separa la democracia de la amenaza latente de quienes buscan socavarla desde adentro. Una justicia independiente tiene la capacidad de incomodar a los poderosos que ven el poder no como un medio para servir y transformar realidades complejas, sino como el fin que satisface ego e imponer sus agendas a como de lugar, incluso si es necesario, pasando por encima de ella.
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