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Es una realidad y será difícil cambiarla. Frente a la elección del nuevo presidente y la vicepresidenta de Colombia, hay gente conforme e inconforme, gente feliz y frustrada, por qué no, resentida también. Entre tanta información que circulará a partir de hoy sobre el futuro del país, me pregunto, ¿Qué podrá ser peor?
Después de haber vivido lo vivido, después de un dramático recuento de los costos sociales, económicos, políticos que nos ha dejado la guerra y la corrupción, lo que pueda pasar podría incluso ser una cosquilla.
Quienes hoy se lamentan por el resultado de las elecciones presidenciales parten de un supuesto, de una visión que tal vez no sobrepasa sus propias narices. Pero es necesario recordar que Colombia no es un paraíso. Qué podría ser peor que en los últimos 200 años, nuestro país haya vivido en un solo territorio los problemas que toda nación temería lidiar: guerra, desplazamientos internos, pobreza, narcotráfico, intolerancia ciudadana, atentados armados, violencia urbana, secuestros, sistemas de salud y educación colapsados, ser el foco de la producción de la droga en el mundo, abandono del campo, corrupción sínica, abusos de poder del Estado, inmigración descontrolada, estallidos sociales y protestas, y me quedo corta. Si se le describieran estas situaciones a cualquier persona del mundo, seguramente no elegiría éste como su primer destino para vivir; si se le ofreciera a cualquier candidato presidencial en otro país, saldría huyendo.
Con toda nuestra historia, ¿qué podría ser peor?; en suma, la desesperanza aparece en primera plana. Las afirmaciones apocalípticas frente al nuevo gobierno demuestran el temor que muchas personas en el país sentimos, y es la prevención frente a lo que puede desencadenar lo nuevo. Ahora ya no hay chance para seguir lamentando la decisión de la mayoría, echarse a renegar o pronosticar infundiendo el pánico hacia lo que viviremos. A esto sí se le debe temer.
Por otro lado, nunca se ha administrado lo público en el orden nacional desde otra perspectiva que no fuera la tradicional, de la clase dirigente, de los mismos con los mismos. Nunca las historias de vida de quienes van a dirigir estuvieron tan cerca de vivir en carne propia la exclusión, por la clase, por un uniforme, por su color de piel, por haber metido las manos en la tierra, por pertenecer a la periferia. Y la sola foto de la fórmula presidencial protagonista a más de uno le incomoda, porque rompe incluso con las estéticas visuales y sonoras a las que se ha acostumbrado a ver y oír el poder.
Merece también un poco de humildad superar la soberbia de pensar que la gente se equivocó eligiendo. Habrá una masa necesaria para hacer veeduría, que alimente siempre la necesidad de construir y no de destruir, porque en ese desencuentro se han tejido los resentimientos y se ha alimentado la ingobernabilidad.
En últimas, ¿Cómo puede parecer una primicia el sentimiento de decepción frente al desempeño de un gobierno, si ya deberíamos habernos acostumbrado a ello, con tantas muestras de fracasos que hemos vivido de lo que no se debe hacer en el poder?, ¿Qué podría ser peor que eso?
Como toda novedad, seguro se van a estremecer algunos sistemas, y esperamos que la incomodidad sepa leerse, ojalá aportando desde las propuestas y no desde las lapidarias sentencias augurando la hecatombe, como es tendencia por estos días. El gran desafío será entonces superar el egoísmo y esa desesperanza que facilita la condena sobre lo que vendrá en los próximos 4 años sin conocerlo.
Todas las decisiones del pasado se conjugaron para que llegara este presente. Entonces, habrá que asumir con decoro el futuro, y sentar las bases sobre lo fundamental para construir el país que queremos y necesitamos.
Qué podría ser peor que el haber vivido ignorando la conversación necesaria sobre lo colectivo para entendernos en medio de las diferencias ideológicas. Qué necesitaremos a partir de hoy para construir un país en el que quepamos todos y todas.