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Qué cansancio que la lectura venga a salvarnos, que nos digan que hay que leer porque nos va a cambiar la vida y seremos mejores personas y diferentes y esa larga lista de cosas que no hace la lectura, o que puede hacerlas, pero no es su responsabilidad ni su función. A veces salva, sí: una noche de tusa leyendo 84, Charing Cross Road de Helene Hanff hasta las dos de la mañana en un cuarto de hotel.
Ahora, qué es ser mejor persona y diferente. Uno no termina siendo un gato después de leer. Ojalá, pero no. Supongo que quienes dicen eso no quieren que leamos y que en todo caso es mala publicidad: leemos porque queremos y con eso debería bastar. A un helado no lo cargamos con tremenda responsabilidad: salvame, helado. Por favor.
Leer es un placer y no importan los números ni las rutinas; en eso también somos distintos: no hay reglas. Habrá lectores que lean a diario y otros una vez a la semana y unos más una vez al mes y están quienes se ven con ellos cada dos meses un rato o cuando se van de vacaciones. Más bien deberíamos hablar de la dicha de descubrir el placer de leer: de esa noche que uno empezó un libro, Cartas Cruzadas de Darío Jaramillo, y luego no pudo parar y al otro día fue a trabajar pero seguía pensando en el libro y llegó a casa a leer y se trasnochó otra vez y no quiso conversar con nadie y estuvo de afán todo el día porque había que llegar pronto a saber qué iba a pasar, y eso se repitió tres días seguidos hasta llegar a la página 591. Qué vacío cuando se terminó.
Creo –o quizá es la esperanza– que aquellos que dicen que no les gusta leer es porque no han descubierto el libro que los hace querer no hacer nada más que estar ahí, o que se quedaron con esa sensación de tener que leer un libro obligados por un profesor que tampoco, seguramente, le gustaba leer o se le había olvidado que todos los libros no son para todos los momentos: a los 15 años La metamorfosis de Kafka fue terrible, pero a los 21 maravilloso.
A la lectura se llega de muchas maneras: hay quienes se antojan con el ejemplo de familias lectoras y otros por otros lados, pero son más raros los casos de niños lectores en casas donde no hay libros. En estos tiempos habrá también quienes descubran un audiolibro y encuentren que el formato les antoja y se vuelven audiolectores y terminan en el gimnasio escuchando los cuentos de Lucía Berlín y se ríen solos mientras hacen tríceps.
Leer no nos hace mejores personas. Si alguien no lee no se acaba el mundo. Tal vez cuando hable con su abuelo de 97 años se sorprenda cuando le diga que nunca ha leído un libro, el único es ese que se sabe de memoria con las oraciones a la Virgen María y que reza porque le han enseñado que el dios en el que cree podría mandarlo al infierno por los pecados cometidos. Aun así, sin leer, el abuelo ha sobrevivido todos esos años, y no lee porque solo llegó hasta tercero de primaria y leer y escribir han sido una herramienta para la vida diaria. Y usted lo mira, y solo le hacen falta dientes.
Se ha perdido de otro mundo, sí. Desde esta perspectiva: un mundo imaginario que se arma cuando leemos y que por eso nos gustaría que muchos más entraran en él, porque de todas maneras, aunque no es su responsabilidad, ni la lectura cambia personas –hay quienes leen cien libros al año y siguen siendo igual de conservadores o de maltradores o de machistas y etcétera–, sí muestra otras posibilidades y hace sentir que, por ejemplo, no se está solo en esa tristeza, que el dolor es algo que nos une como seres humanos, que hay otras realidades o que la ficción es muchas veces incomparable con lo que pasa en la vida diaria. O incluso más sencillo: arma ciudades y personas en la cabeza y uno se da cuenta de que la imaginación llega lejos.
Por supuesto que los libros dan conocimientos, enseñan, que leerlos trae efectos secundarios, que la apertura nos llena la mente y nos sirve en la vida, pero no debe ser el fin. Les pone una carga de tarea que aleja a muchos. Claro que queremos que todos seamos más lectores, porque la lectura puede hacer que se desarrolle el pensamiento crítico, y etcétera, pero ese es otro tema. Hablemos primero de placer.
Y no es importante si al final del año podemos chicanear con me leí ochentayocho, cincuenta, diez por mes. No estamos en una competencia ni dan premios. Tampoco qué leemos: literatura, ciencia, pájaros. Basta con que a alguien un solo libro lo haya acompañado una tarde o dos o una semana y lo haya hecho feliz. Porque quizá eso lo lleve a otro libro y a otro y a otro, y luego ya no pueda salir. Eso es lo que pasa: cuando uno descubre su libro, se vuelve una cadena y cuando uno menos piensa tiene en la mesa de noche un montón por leer y amigos que le recomiendan. Eso también da esperanza: no solo hay que vivir y trabajar para alimentar al gato, sino para leer esos libros y comprar más o ir por otros a la biblioteca. Una casa con libros es más acogedora. Supongo que como los muñecos, de noche tienen vida y ronronean.
Tal vez se trata de compartir un sentimiento: ese que dan los libros y que solo se experimenta cuando uno se vuelve lector. Eso es quizás lo que queremos a quienes nos gusta leer: que muchos más sientan lo que se siente cuando uno cierra un libro y dice fueputa, y no se puede mover.
Otros escritos de esta autora: https://noapto.co/monica-quintero/