Comparto con sus detractores de oficio que Daniel Quintero es mentiroso, cizañero, pendenciero, indigno de confianza, nepotista, (presuntamente) corrupto y mal gestor. Igualmente, que hay razones suficientes para que le revoquen su mandato.
Los defensores de Quintero defienden sus méritos personales y políticos, que sin duda los tiene. Arguyen también que anteriores alcaldes tenían tanto o más méritos para ser revocados y los indignados de hoy no movieron un dedo para hacerlo. Podrían tener razón en algún caso y son atenuantes para su revocatoria, pero no son suficientes para absolverlo.
El problema grande de Quintero es de coherencia y de legitimidad personal. Cómo puede izar la bandera de la corrupción y el clientelismo un alcalde que está rodeado o apadrinado por algunos de los políticos más corruptos de este país, y que tiene su administración llena de familiares. Con qué autoridad va a hablar de división y polarización, cuándo ha hecho de esta su principal estrategia política en la que, incautamente, han caído sus detractores, fortaleciéndolo en su terreno de lógica binaria: el bien contra el mal; los pobres contra los ricos, etc.
Pero pongamos las cosas en su justa dimensión para no decirnos mentiras. Aun cuando todas las críticas hechas a Quintero en esta columna y en este medio (No Apto) sean ciertas, eso no explica ni la mitad del respaldo y la representación que tiene “Pinturita”. Son demasiado miopes los que solo ven en Quintero a un caballo de Troya o a un títere de Petro, de Santos o del que sea, o solo a un encantador de serpientes. Los ciudadanos no son tan imbéciles como se les toma en este caso.
Hay que reconocer que, además de incautos, embaucados y comprados por Quintero, este también recoge, interpreta y se aprovecha de buena parte del descontento que, con razones y fundamentos, tiene una proporción significativa de la población con muchas de nuestras instituciones públicas y privadas. Si se le quieren negar sus virtudes, no se pueden desconocer los vacíos que le han permito posicionarse como está.
Su respaldo no es producto solo de un complot, o de la manipulación que genera su estrategia política, publicitaria y de redes. Hay serias fallas institucionales que, a su manera, le han permitido florecer. Voy a nombrar solo tres, empezando por los más básicos.
Uno. Este es coyuntural. Pese a la torpeza que algunos le endilgan, ha logrado llevar a la oposición al terreno que más le conviene, y en el que mejor juega y brilla, el de la polarización radical. Me asombran los mares de tinta que personas sensatas le dedican a combatir a este tartufo. ¿No sería bueno dejarlo hablando solo por un ratico para ver si queda preso de sus contradicciones y delirios? No se ha tenido la habilidad para sacarlo de su terreno, mientras él sí ha interpretado en ocasiones el terreno de sus rivales. El trino fijado en su cuenta de Twitter es del 27 de octubre de 2019, día en que ganó contra todo pronóstico inicial las elecciones a la alcaldía, dice exactamente: “la esperanza derrotó al miedo”. Nada menos que el parafraseo casi exacto de una narrativa que se construyó en la ciudad para exaltar la gestión de algunas administraciones pasadas que pregonaba que “doblamos la página” y por tanto pasamos “Del miedo a la esperanza”. Bonito eslogan.
Dos. He aquí mi segundo llamado de atención. Valoro lo logrado en esas administraciones (las de Fajardo, Alonso Salazar y Aníbal Gaviria) en cooperación con el empresariado, la universidad, y otras organizaciones sociales, pero siempre me ha parecido sobredimensionado ese eslogan. En algunos temas creo que se operó más sobre los síntomas que sobre las causas, y por eso fueron más visibles pero menos perdurables los buenos resultados. Muchos de los problemas sociales, económicos, políticos y de liderazgo persisten desde antes de Quintero. Lo que pasa es que se creó cierto ambiente del mutuo elogio entre todos los estamentos que no daba espacio a la crítica abierta y menos a la autocrítica y no habían tocado a los “intocables”, es decir a los grandes poderes económicos –diferentes a las Mipymes y a las grandes empresas particulares–, que son los que mueven los hilos de este y de casi todos los países, para que nos sintamos tan exclusivos.
Tres. Llegamos al punto más importante y del que casi todos temen (tememos) hablar, el de la autocrítica de los intocables. Empiezo por reconocer el valioso aporte que históricamente han hecho los grupos económicos y los grandes empresarios a la ciudad, al departamento y al país. Muchas de las mejores cosas que tenemos es gracias a su gestión, nunca desinteresada, pero en muchos casos valiosa para la sociedad en general. Legítimo. Podría abundar en ejemplos y no terminaría de enumerarlos. Pero también es cierto que han cometido errores y que desde hace varios años han perdido liderazgo y legitimidad. Por caso, la Escuela de Minas de la Universidad Nacional, otrora reconocida mundialmente por su formación de dirigentes cultos, sensibles y sólidos técnicamente, hoy no sobresale ni ha sido relevada en ese rol.
Si tuvieran la legitimidad suficiente, la ciudadanía hubiera aceptado el llamado chovinista a impedir la “operación hostil” de los Gilinsky, que, aclaro, no son para nada mi santo de devoción. Prefiero de lejos a nuestros grupos económicos. Pero ni siquiera este golpe, que aún no termina y puede ser más letal que el de Quintero, los ha hecho reflexionar y hacer algún mea culpa, sincero y contundente, así sea para darse un baño de realidad.
No señores, ustedes han sido la solución de muchos de nuestros problemas, pero también, con la aquiescencia de algunos políticos y universidades, han contribuido a generar otros, empezando por la inequidad generada en la ciudad, el departamento y el país y de la que bien da cuenta el índice GINI, aun en épocas de vacas gordas. La desaforada especulación financiera y la cartelización empresarial, tan bien documentada en el libro La rosca nostra de Nathan Jaccard también los deja en evidencia.
Mientras estos grandes poderes económicos sigan creyendo que solo son solución y que nunca han sido problema, el diagnóstico y la ecuación social, política y económica no cuadrará. El efecto lógico, los problemas se ahondarán y uno igual o peor que Quintero aparecerá como el Desquite de Gonzalo Arango.
Sé que es mucho pedir, pero si no queremos que esta historia se repita, bien valdría la pena empezar por un mea culpa que les permita volver a empatizar y a sintonizarse con los ciudadanos que tanto los admirábamos y les creíamos. Sé que es más difícil pedir perdón que darlo, pero sería una salida sensata y digna para reestablecer la confianza institucional. En sus corazones está.
P.D. ¿Qué hicimos mal para merecernos a Petro y a Uribe? Temas de otras columnas.