“Todo se moría alrededor y nadie se daba cuenta.” 

Sofoco. Laura Ortiz Gómez

El cuerpecito menudo pero asombrosamente fuerte de una niña indígena emberá se balancea entre el agua, la corriente del río forzándola hacia un lado y ella luchando hacia el frente con los brazos alzados, colgada de una cuerda con la que intenta cruzar a la otra orilla, enfrentando sola ese caudal sin más seguridad que su determinación para estudiar o para conseguir aquello vital que encuentra al lado contrario.

Sufro esta escena desde mi comodidad viendo el video grabado en Pueblo Rico, Risaralda, en donde cerca de dos mil indígenas deben atravesar esas aguas para salir del resguardo y llegar al pueblo: una comunidad entera obligada a vencer la muerte cada día para poder vivir. Después de la fuerza que hice viendo la hazaña pensé en lo obvio, nublado por la anestesia y la indiferencia a la que nos hemos acostumbrado: ¿Por qué no había un maldito puente?

Sencillo: porque no nos gustan demasiado. Construimos palacios, estructuras descomunales que fuerzan ríos hacia atrás, armas, rascacielos y un montón de estupideces, pero no puentes para que los niños atraviesen ríos y vayan a estudiar. El hombre los ha usado para conquistar territorios, para hacer la guerra y la paz, ha creado obras maestras y perseguido el arte y la fe, pero se ha quedado corto en conectar a los vulnerables porque le tienen sin cuidado. Y eso le quita lo de hombre. 

Dos de las definiciones de puente en el diccionario son: “Construcción sobre un río, foso o cualquier depresión del terreno que permite pasar de una orilla a otra de los mismos” y “Lo que sirve de elemento de comunicación entre dos personas o cosas, sobre todo si están alejadas o enfrentadas”. Con razón. Así es más fácil entender que prefiramos los muros, por ejemplo. Porque acuérdense de esa predilección por las fronteras, por diferenciarnos y no juntarnos demasiado, y por poner como base que cada quién haga lo que pueda. ¡Vaya seres humanos que somos!

Y así nos va. Decía hace unos días la Codirectora de la Alianza Africana para la Entrega de Vacunas, Ayoade Alakija, que la variante ómicron del coronavirus que hace temblar de nuevo al mundo es “el resultado inevitable de acaparar las vacunas y dejar a África por fuera”. Qué sorpresa, si es que solo creamos enlaces con lo que importa y solo importa hasta que tiene que ver con nosotros (veamos si ahora van a llegar más vacunas a África).

Cuando toca jugarse la vida brincando abismos porque lo que está al otro lado es la urgencia de la propia supervivencia, lo que se salta a la vez son etapas de la existencia. Quien crece sin caminos para transitar oportunamente su niñez prácticamente aterriza sin colchón en la adultez, como la niña de un relato de Laura Ortiz Gómez en Sofoco, que, absorta en la pobreza y la violencia, se orinaba con frecuencia a los ocho años para no llorar, y cuando veía sollozar a su mamá le contemplaba ‘el pelito’ porque decía que a veces era como un bebé.

Arrebatarle la infancia o la dignidad a una persona, obligándola a arriesgar la vida cada día para estudiar o trabajar o conseguir lo mínimo vital es robarle la humanidad. Al no construir vínculos fundamentales lo que estamos es arrancándonos la piel y las venas y la conciencia, empezando por las de los demás. “No es este un país para viejos”, dice Coetzee en su novela Desgracia. Y entonces pienso en Colombia: no es este un país para pobres ni para indígenas ni para defensores de la naturaleza ni para homosexuales ni para artistas; no es este un país para minorías… Por eso no se construyen puentes y preferimos los archipiélagos y los muros y las selvas sin caminos, a no ser que sea para explotarlas a punta de tala. 

Hablando sobre una manifestación que hubo esta semana en un municipio de Colombia porque se triplicaron los tiempos y los costos del transporte público, alguien cercano me dijo con hartazgo que no tenían que ‘secuestrar’ (frenar el tráfico) a la gente, que simplemente ‘pidieran’ lo que necesitaban y que ‘estaba de moda ser rebelde’.

No hay mucho qué decir ante eso. Ojalá viviéramos en una sociedad en la que lo demencial e inconcebible fuera evidente. Ojalá lo mínimamente digno pudiera pedirse sin el estorbo de la rebeldía ni el ruido de quienes nacieron al lado incomunicado de la orilla. Tal vez sea mejor guardar silencio y no reclamar lazos humanizantes, y recurrir a la conclusión de ‘Qué más da’, la columna de Manuel Vicent hace unos días: “Un fantasma recorre el mundo: es el fantasma de la resignación”.

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