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En 1517, Martín Lutero le clavó a la pared de una iglesia una lista de exigencias que tenía en contra del Vaticano. Tal vez la más importante y recordada es sobre las indulgencias, en la que Lutero denunció que pudiéramos pagar para absolvernos de nuestros pecados. Pero dos siglos antes, los campesinos ingleses, sometidos a un brutal sistema feudal, marcharon 62 kilómetros, desde Kent hasta Londres. Aunque ya habían arriesgado su vida durante la peste negra, la plebe se manifestó en contra de los impuestos abusivos que la corona había determinado como necesarios para seguir luchando contra Francia en la Guerra de los Cien Años.

La toma de la Bastilla no solo ha sido la más recordada, sino también la más admirada. Esta protesta determinó el momento en el que el pueblo francés, muerto de hambre y viviendo en la periferia de las extravagancias de la corona, liberaron a los siete prisioneros que se custodiaban en la cárcel de la Bastilla. Hoy muchos reconocemos esto como el momento en el que la humanidad reconoció no solo el valor de la libertad de la persona, sino también la libertad de pensamiento y de escoger cómo queremos que se nos gobierne.

Claro, mucho se dice de la Revolución francesa; libertad, igualdad, fraternidad. Pero, en Colombia, las ideas consagradas en la Declaración de Derechos del Hombre se fusionaron con aquellas propuestas en 1776 por Jefferson, Franklin, Adams, Sherman y Livingston. Esta corriente intelectual fue recibida además por los criollos como nosotros, con ideas libertarias y de soberanía que nos han perseguido hasta el día de hoy.

Aun así, no podemos olvidar que a Martín Lutero lo excomulgaron, y lo calificaron de bandido. A los hombres que participaron en la Rebelión de los campesinos en 1381 los asesinaron, y aunque fue en vano, el rey Luis XVI desplegó sus mejores tropas para reestablecer el orden luego de la toma de la Bastilla. En nuestra tierra, por haber traducido la Declaración de los Derechos del Hombre de francés a español, a Antonio Nariño lo encarcelaron, exiliaron, y le decomisaron sus propiedades. Y como olvidar la Navidad negra, en la que el ejército libertador de Simón Bolívar asesinó a los grupos negros, indígenas y mestizos de Pasto que se oponían a la causa libertadora.

Tal vez las protestas han sido nuestro método preferido a través de la historia para propiciar algún cambio. Pero, así como no son nuevas, sus raíces en contra de gobiernos totalitarios, injusticias sociales, violencias sistémicas e inconformidades con el estatus quo tampoco. Admiro profundamente a quienes salieron a marchar en contra del mal gobierno de Gustavo Petro, como también admiro a quienes se toman las calles los 8 de marzo para exigir medidas contundentes en contra de las violencias de género y el feminicidio.

Cuando he escuchado decir que quienes salieron el domingo son los trabajadores, quienes no le necesitan hacer daño a las cosas para expresar su sentir, me da risa. Porque trabajadores, en Colombia, somos la mayoría. Así como en la Bastilla, en Colombia también marcharon muchos oprimidos por el sistema, y otros muchos que ven los abusos y están inconformes. Son de admirar ambos, aunque haya tenido que ser un presidente de izquierda quien les convocara, por su mal gobierno, a marchar mano a mano.

Porque las protestas, para servir, deben incomodar. Así como otras protestas incomodan por los senos desnudos de las mujeres, la marcha del domingo incomodó por su magnitud, por la convergencia de derecha, centro e izquierda y de personas desilusionadas. Pero a pesar de esto, el presidente no ha entendido que en la democracia que juró defender el pilar principal es el diálogo. La protesta, así no sea a favor de nuestros intereses, es intrínseca en una democracia, y valiosa porque sirve para entablar un debate tanto interno- de nosotros con nosotros- como externo.

Espero que quienes marcharon el domingo recuerden esto incluso durante marchas que no representen sus intereses. No es posible que nos sigamos dejando llevar por la conveniencia, por el discurso de que una protesta solo cuenta cuando es a favor de lo que nos interesa. Todas las protestas son valiosas, todas son importantes, y todas son un reflejo no solo de lo que somos, sino de lo que queremos ser. Y más aún, todas son un reflejo de la diversidad que tanto nos enorgullece. Es fácil olvidar que no siempre hemos tenido el derecho a salir a decir lo que queramos, poniéndonos camisetas con lenguajes soez, insultando a quienes nos lideran. Es también fácil olvidar que las protestas del pasado tenían que ser violentas para ser escuchadas, y no reconocemos el privilegio que tenemos en poder marchar de forma pacífica. Entonces, la historia se repite, una y otra vez, aunque seamos cuidadosos. Pero lo que sí está claro es que el punto de utilizar nuestras voces colectivas para exigir cambio debe incomodar a los del otro lado, pero a nosotros también.

Otros escritos de esta autora: https://noapto.co/salome-beyer/

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