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Cosas que uno escucha en un ascensor:
—Amor, ¿le gustaron?
—Yo, la verdad, esperaba más. Pensé que iban a quedar mucho mejor.
—Ay, amor. Cuando estemos más viejos y tengamos plata le juro que yo me vuelvo a operar.
Desde ese día me he estado preguntando cómo hablar de voluntad si la promesa de modificar el cuerpo (como en este caso y en muchos otros) surge de la insatisfacción del otro y no de la expectativa propia. El mito de la belleza —para usar el término de Naomi Wolf— ha calado en nosotras al nivel de ser capaces de renunciar a lo que somos (y queremos) por mantener latente el deseo del otro: un deseo que es incierto y no se controla.
Aquí no escribo un texto sobre el amor propio ni busco desmentir la subjetividad de la belleza (que es sagrada y es un anhelo que está en todos). Este tampoco es un texto sobre la posibilidad que tenemos (o no) de decidir sobre nuestro cuerpo (lo hago y lo seguiré haciendo). Este, sin embargo, sí es un intento por reiterar —como otras han sostenido— que para llegar a nuestra liberación hay que pensar primero en nuestro propio deseo y que este sea el motor de las decisiones.
Examinar el deseo de las mujeres implica preguntarse primero por el conocimiento, por la acción de poseer y por el origen del placer.
El conocimiento —del cuerpo, de la mente y de nuestro entorno— es la posibilidad de llegar a la consciencia de nuestra intimidad, que es justamente la posibilidad de habitarnos y de habitar el mundo desde la completitud. La intimidad implica mirar hacia adentro y permite identificar los anhelos que, individualmente, nos permean.
La acción de poseer, por su parte, es ser capaces de reconocer que lo que está afuera (que puede ser el otro) es potencialmente objeto de nuestro deseo. Es reconocernos en la libertad de las decisiones, y en la capacidad de entregar y no solo de entregarnos.
Finalmente, preguntarse por el placer es abrir la puerta a la creatividad: esa que siempre puede potenciarse con el deseo y que es también una forma de poder. Pensar en nuestro placer implica desprendernos de las expectativas patriarcales sobre nuestro cuerpo y nuestra conducta para centrarnos en el propio deseo.
El deseo femenino trasciende la esfera sexual, aunque la contiene. El deseo del que aquí he hablado, en el que está contenido mi propio deseo, es la herramienta que nos queda para acercarnos a la libertad, aunque hoy siga siendo en términos de anhelo. Es la fuerza para meditar y tomar las propias decisiones, incluidas, por supuesto, las que están motivadas por la cultura de la estética.