Populistas, magos y adivinadores

Populistas, magos y adivinadores

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El libro “Breve historia de la superstición” de Stuart Vyse fue una lectura reciente e inesperadamente interesante. Su argumento principal es que la superstición es una fuente natural de estabilidad para las personas y que esto la hace una constante histórica, a pesar de los cambios y las comprensiones diferentes que ha tenido el concepto. En particular, el ascenso del racionalismo y de la ilustración no lograron derrotar los flujos tranquilizadores de las supersticiones y actualmente, un aumento en las creencias mágicas y conspirativas han resultado tierra fértil para las manipulaciones populistas.

En Grecia y Roma, por ejemplo, se entendía la superstición como excesiva religiosidad; un vicio menor que sufrían las personas que evitaban la moderación en la adoración de los dioses. En el medioevo, se empezó a asociar a una mezcla entre paganismo y herejía. En particular, cuando en algunas comunidades pervivían formas religiosas de las viejas religiones nórdicas o latinas o cuando éstas se vinculaban a la magia o las prácticas contrarias a la doctrina de la iglesia, como la bujería. En la modernidad la superstición empezó a tener el giro conceptual que reconocemos ahora, identificándola como mala ciencia, es decir, creencias que no estaban basadas en la evidencia y que solían dar explicaciones inverosímiles.

La superstición suele tener dos escenarios. La superstición cotidiana, que incluye los pequeños gestor y hábitos para la tranquilidad de cada día, como llevar un amuleto de buena suerte o evitar pasar debajo de una escalera. O tenerle susto al número 13, o a los gatos negros o creer que el numero 7 es de buena suerte, similar a los tréboles de cuatro hojas o las patas de conejo o las herraduras, y un largo etcétera que seguro todos podemos complementar con las supersticiones de nuestras comunidades, familias o propias.

El otro escenario tiene más que ver con lo que ahora podríamos denominar como pensamiento mágico. La astrología, la homeopatía y muchas creencias conspirativas entrarían ahí. La misma idea en que existe algo denominado como “suerte” podría comprenderse por este lado. Dicho esto, estas creencias son más generales y pueden en principio confundirse con aspectos de algunas creencias religiosas. Vyse las diferencia por su practicidad: la superstición siempre cumple un papel práctico para las personas.

Ahora bien, las supersticiones del primer escenario suelen ser inofensivas para las personas y las sociedades. En cantidades razonables, algunas supersticiones rituales ofrecen dosis de tranquilidad a quienes las practican. Responden a la necesidad biológica de la estabilidad. Poco grave pasa si alguien se pone unas medias de la suerte para ir a una entrevista de trabajo e incluso, como han demostrado algunos experimentos comportamentales, esto podría ayudar a que esté más relajado durante la entrevista.

En el segundo escenario los beneficios no son tan claros. En primer lugar, pueden llevar a las personas a tomar decisiones muy importantes (de vida o muerte en ocasiones) basados en información errónea. También, porque ponen de manifiesto nuestro riesgo de ser manipulados. El pensamiento mágico es un riesgo enorme para nuestras buenas decisiones y curiosamente, para asuntos como la salud de nuestra democracia. Porque quizá la conclusión más llamativa del libro es que, contrario a lo que nos gusta pensar, no vivimos en una sociedad necesariamente menos supersticiosa que en otros tiempos.

Medir qué tan supersticiosas son las personas es complejo. Pero la popularidad de algunas de estas creencias mágicas, indican que siguen vigentes. Más aún, Vyse vincula esto al terreno abonado que la desinformación y las conspiraciones han encontrado en la última década en Occidente. Y de ahí que descripciones como ésta, sobre la manera en que funcionaba una sesión de ocultismo en el siglo XIX, tenga un desconcertante parecido a las maromas de la demagogia y el populismo desinformativo actuales: “Lo normal era que el cliente llegara con un plan en mente, y el cometido del mago consistía en detectar la inclinación inicial de su cliente e ir guiándole poco a poco hacia la misma. Más allá de la cuestión de si en aquello podía haber algún tipo de adivinación real, el servicio del mago residía en liberar a su cliente de parte de la carga de responsabilidad que conllevaba el dilema en cuestión, asumiéndola él” (pp. 78).

Otros escritos de este autor: https://noapto.co/santiago-silva/

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