Puede no gustarme el actual gobierno, puedo no sentirme identificada con el proyecto de nación del partido del Presidente, puedo encontrar desconectadas la mayoría de sus decisiones, pero lo que sí reconozco como un acierto es su política migratoria.  Despierta mucha suspicacia para algunas personas opuestas ideológicamente al gobierno, porque aprendimos a sospechar de todo y a suponer que no dan puntada sin dedal. Pero, en términos prácticos, ha sido la primera vez que enfrentamos un fenómeno social de este tipo y se ha convertido en el proceso de regularización migratoria más ambicioso del país y del continente. 

Reconocer que el gobierno que no te gusta toma buenas decisiones también implica entender que la institucionalidad descentralizada puede existir en esta democracia que ya nos previene por la forma viciada como nos han enseñado a vivir. 

Y es que apostar a la apertura de la migración siempre será una decisión impopular, y esta administración está metiendo las manos al fuego por el tema. Con cerca de un millón ochocientos mil migrantes provenientes de Venezuela, a este gobierno le tocó aprender a lidiar con la inmigración, en esa deuda histórica que tenemos con el vecino país cuando recibió a nuestra gente que buscaba mejores oportunidades en la época de la bonanza y en la huida en los tiempos de guerra. Ahora están regresando compatriotas con sus familias creadas fuera de esta tierra, al mismo tiempo que otras más quienes por primera vez se aventuran a dejar su país, muchas sin pasaporte.  Para Colombia no ha sido fácil. Un país de renta media, con la carga social de reparación de violencia, que tiene todavía heridas por coser, dignificar a su gente, mejorar la presencia del Estado en las zonas rurales, y todas las asignaturas pendientes que nos hacen protestar cada tanto. Cualquier compatriota de a pie pensaría que ¡solo esto nos faltaba! Sin embargo, recibir a la población migrante es también una lección de humildad para toda nuestra nación.  

En menos de 5 años, este país con historia de emigración ha aprendido en tiempo record a ajustar su política migratoria. El papel de Migración Colombia y la Gerencia de Fronteras en su coordinación han tomado un protagonismo ejemplar en la articulación con otros ministerios como el de Trabajo. Ha sido un proceso de ajuste y reajuste. Una primera decisión del país fue no aplicar la política de deportación automática a personas “sin papeles” o en situación irregular. Contrario a otros países con políticas migratorias más estrictas, una persona venezolana no será deportada a menos que haya cometido algún delito. 

Comenzó con las Tarjetas de Movilidad Fronteriza, luego con el Permiso de Protección Temporal, el Permiso para Fomento a la Formalización, el Permiso Especial para la Educación, hasta lograr expedir, en 2021, el Estatuto de Protección Temporal para personas venezolanas. El cual permite, incluyendo quienes se encuentran de forma irregular en el país y luego de ciertos requisitos, acceder al nuevo documento de permanencia denominado Permiso de Protección Temporal. Uno que les dará la posibilidad de identificarse en el territorio y acceder a oportunidades de empleo formal, educación, creación de empresa, salud, entre otros servicios ciudadanos, lo que les permitirá igualmente aportar al país en su fuerza laboral y en el pago de impuestos. También podrán acceder al PPT aquellas personas que a partir del 1 de febrero de 2021 ingresen a Colombia sellando su pasaporte en cualquiera de los 35 puntos de control migratorio terrestre o aéreo. El Permiso de Protección se extiende por 10 años esperando que las personas puedan poco a poco expedir sus cédulas de extranjería y gozar de una residencia permanente en el país.  El trasfondo de la expedición del PPT es hacer visibles a las personas en el territorio, de lo contrario es más complicado hacer políticas sociales y presupuestar el gasto público en acceso a derechos civiles, económicos, sociales y culturales. 

Pero a la gente de aquí le molesta que alguien de allá llegue a desacomodar, le fastidia ver la marea de gente que entra al país por las trochas, o que saturan el puente internacional Simón Bolívar o Paraguachón entrando a pie, más aún cuando quienes llegan son pobres. Porque hilando delgado, en Colombia no asistimos a situaciones de xenofobia protagonizando vergonzosamente casos de estafa, explotación laboral o acoso sexual contra mujeres venezolanas, o rechazando a alguien por su acento. Se trata de “aporofobia”, que es el rechazo a la gente pobre, según nos lo explicaba Adela Cortina a mitad de la década de los 90.  Nos gustan las personas extranjeras que vienen a antojarnos de la buena vida, de los lujos y comodidades; empresarios, actrices y actores, cantantes y modelos. Pero no nos gusta ver a la gente de otro país con carteles de “ayúdeme, busco trabajo” en cada semáforo. 

La migración de personas provenientes de Venezuela es ya una realidad irreversible. Todavía muchos colombianos y colombianas no saben, o no les interesa saber, cómo orientar a algún migrante si quiere “sacar papeles”, o qué decirles si necesitan atención médica o educación para sus hijos e hijas, o qué son el Estatuto y el PPT. La indiferencia de nuestro pueblo es también un reflejo de la sociedad en la que nos hemos convertido. Mucha gente colombiana sigue sintiendo que eso de los “pobres venezolanos/as” no tiene nada qué ver consigo.  Sigue existiendo xenofobia aporofóbica en las instituciones y en la gente de a pie, en la policía, en los puestos de salud, en los vigilantes del colegio, en el bus, en los comensales del restaurante, en la persona de reclutamiento de la empresa. El camino aún se está construyendo, y a pesar de todo lo que reneguemos de nuestra mancillada nacionalidad, esta es una buena oportunidad para ser una nación solidaria y aprender (aunque usted no lo crea) de la lección que nos está dando el actual gobierno y su (nuestra) política migratoria.

5/5 - (1 voto)

Compartir

Te podría interesar