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Desde los años 80 el paradigma económico dominante ha sido el llamado Consenso de Washington, el cual recoge principios liberales de no intervención en la economía. Se busca que sobrevivan los productores más eficientes y que ofrezcan los mejores productos al menor precio. Los gobiernos no deben “elegir” a los ganadores, sino que deben implementar condiciones para que los diferentes negocios puedan competir. Al final, “el mejor” gana.
Esta es una visión muy específica de la economía y de la política industrial. Se dice que esta última debe ser amplia, es decir, crear incentivos para la toma de riesgos, en la cual todos los empresarios, en igualdad de condiciones, puedan iniciar la carrera que terminará con el mercado premiando a los de mejor desempeño.
Aquí obtenemos de nuevo las contradicciones que surgen cuando se trata de leer todo desde la libertad económica, y no desde las limitaciones de la producción.
La realidad es que las tecnologías que dominan la economía mundial son costosas, de difícil creación y con numerosas barreras de entrada. Producirlas toma décadas de trabajo, y se hace necesaria la planificación para asegurar fuentes de capital, mercados, y beneficios.
En otras palabras, un proyecto de política industrial siempre es estrecho, en el sentido de ir dirigido a una actividad específica. La pregunta sobre quién produce y para quién producir es inevitable.
Por eso la aparición de nuevas ventajas comparativas depende de un proyecto de sociedad holístico, en el que gobierno, sector privado y academia se vuelcan a la consecución de un parque industrial capaz de entregar productos buenos a precio competitivo, empleos de calidad, impuestos, y desarrollos tecnológicos.
En la teoría económica dominante se hace hincapié en la competencia y en el número de productores y compradores en un mercado. Se espera que sean muchos de forma que la competencia entre ellos hace bajar los precios.
No obstante, esta condición se estrella a la realidad de las economías de escala. Independiente de las instituciones que rigen el sistema de producción, una industria será más eficiente cuando mayor sea la escala. La talla de la producción es esencial para crear riqueza, y como los bienes más baratos vienen de fábricas más grandes, es de esperar que sean unos pocos los jugadores que concentren la mayoría de las ventas. Así mismo, estas empresas no se moverán en mercados perfectamente competitivos, sino en monopolios (un solo productor), oligopolios (unos pocos productores), o competencia monopolística, la estructura propia de los bienes manufacturados, en las que el líder puede fijar un precio (el lado monopolístico) pero debe hacerlo pensando en el precio de sus competidores (parte competitiva).
Una vez se erige la infraestructura (fábrica y medios de transporte para el producto), es esencial garantizar el acceso a los mercados. Dada la talla mínima necesaria para la producción de bienes industriales, es muy posible que la consecución de la demanda solo pueda hacerse a través del comercio internacional, por lo que los gobiernos deben buscar firmar acuerdos en que sus nacionales adquieren los mismos derechos de los ciudadanos del país de destino. El acceso al mercado se vuelve ley para las partes, los países inician una relación de largo plazo basada en reglas. La labor diplomática para esto es permanente y denota una acción deliberada del gobierno por promover los productos de su parque industrial doméstico.
Por eso, nunca es fortuito que un país cree un parque industrial competitivo. La coordinación necesaria para producirlo va mucho más allá de los meros mecanismos de mercado.