Tipos de contenido

Buscar
Cerrar este cuadro de búsqueda.

Polarizados y polarizadores

Te podría interesar

Elige el color del texto

Elige el color del texto

Escuchar artículo
PDF

En su habitual juego de palabras para sintetizar fenómenos complejos, dice Edgar Morin que “somos clasificadores, clasificados por nuestras clasificaciones”, es decir, que la manera como categorizamos a las personas y a la realidad nos cataloga también a nosotros. Y no le falta razón.

Esta idea general aplica en otros ámbitos de la cotidianidad, como la polarización: somos polarizadores, polarizados por nuestras polarizaciones. Así como suena, no solo estamos polarizados por nuestros políticos, sino que también, y tal vez más, somos tanto o más polarizadores que ellos, empezando con los más simples actos, opiniones y discusiones políticas en el día a día, tanto en espacios personales como organizacionales. En ese sentido, tenemos los gobernantes que nos merecemos.

Sin negar que los polos también son necesarios y que cierto grado de polarización es funcional a las sociedades, con toda la gama de colores y de grises que nos ofrece la realidad, nosotros tendemos cada vez más a ver todo en blanco y negro. No admitimos posiciones más moderadas o de centro, más allá de si eso existe y lo que signifique, porque se les acabaría el jueguito con el que están acabando con nosotros y con Colombia, cuya mayoría de ciudadanos se consideran de centro, pero no votan por quienes representan este espectro político.

Sé que polarizar es algo propio de la condición humana y que en muchos momentos y latitudes se acentúa de acuerdo con las condiciones sociales, políticas y económicas del momento. No es un asunto de ahora ni exclusivamente de Colombia, pero según la cultura del momento se estimula o atenúa la polarización.

¿Cuándo se jodió la vaina?

Ahí sí, como no pasaba hace casi medio siglo, en las últimos dos décadas el debate político se ha vuelto cada vez más peligroso en el país. Poco se pude ya hablar de lo público en público y, más lamentable todavía, casi que tampoco en privado, sin temor a ser estigmatizado, satanizado o criminalizado por quiénes piensan ideológica y políticamente diferente a nosotros.

El periodo confluye con la llegada de Álvaro Uribe al poder y, como para pelear se necesitan dos, no se le puede atribuir solo a él y a sus seguidores -algunos más bien correligionarios- la exclusividad de tan mezquina actitud, pero la coincidencia en el tiempo no es casual. Aunque es de todos conocida la animadversión entre Pastrana y Samper, sus antecesores como presidentes, uno podría discutir a pulmón abierto sobre uno y otro en las zonas ajenas al conflicto interno en el país y difícilmente tendría problemas personales o laborales. Un indicador claro de cuando empezaron a radicalizarse las posiciones.

Con una megalomanía como la de pocos, y aun con un inusual clima de unanimidad política en su primer periodo, el entonces presidente Uribe no admitía el más mínimo disenso personal ante sus opiniones, ideas, propuestas y proyectos. Todo el que se le opusiera era macartizado o graduado de guerrillero o de enemigo del país por él y sus más fieles seguidores. Acto seguido era marcado y desterrado de muchos ámbitos públicos y privados.  

En lo personal fui estigmatizado por mi propia familia y muchos amigos, que entre charlando y en serio me decían guerrillero, cuando en mi vida no he tenido ninguna militancia política ni arma de fuego en la mano. Tampoco he ido nunca a una marcha ni he votado por Petro. Es más, estoy acostumbrado a que los de derecha me digan que soy de izquierda y que los de izquierda me digan godo, empezando porque soy de credo católico, la única militancia, aunque no política, que he tenido.

En el ámbito empresarial y laboral me cerraron las puertas de muchas empresas como consultor y empleado y, más triste todavía, de muchas universidades -que de universales tenían poco-, aun cuando había sido uno de los docentes mejor evaluados y en algunos casos fui hasta “profesor distinguido”. Me consideraban un peligro por ser antiuribista, aunque no fuera antiuribistas: nunca, por ejemplo, le dije paraco al defensor de Uribe. No, el peligro era para mí, que hasta amenazas de muerte tuve por criticarlo.

Así como yo, esta persecución la vivieron millones de colombianos y ahora la estamos viendo de vuelta. Que yo sepa, y por eso hago énfasis en este periodo, en lugares diferentes a las zonas de conflicto armado o a algunas entidades estatales en el gobierno Petro, no echan a casi nadie por ser uribista o antipetrista. El uribismo es fundamentalista: conmigo o contra mí, y gracias a ello dejó tantas muertes, físicas y simbólicas, como las que he citado en primer persona.   

Una crítica a Uribe se tomaba como una crítica al estado, porque él se creía el estado y sus seguidores también. Hasta Petro, que es su némesis, salió en 2009, ante una declaración de su amigo Chávez, a decir que “Agredir al presidente Álvaro Uribe es agredir a Colombia”. No está de más esta píldora para la memoria cortoplacista de los uribistas, que en algún momento coquetearon con Petro y su línea, con tal de sacar de la carrera presidencial al maestro Carlos Gaviria.

El fundamentalismo y la polarización uribista terminó, como una profecía autorrealizadora, llevando a Petro, el “coco” al poder, y ahora éste, al que le encanta también este escenario maniqueísta, reencauchó políticamente al uribismo y a su corriente más rancia, retrógrada y retardataria. Sin ser polos ideológicos, pero sí políticos, tanto Uribe como Petro, con sus respectivos secuaces, se sienten fortalecidos en este escenario y por eso les fastidia y estorba el centro. Les importa todo lo que los toca, menos el país.

Las hordas uribistas y de la derecha -algunas más sutiles en sus formas-, pero casi todas polarizadoras, vuelven con sus peligrosos estigmas, señalándonos, discriminándonos y hasta criminalizándonos no por lo que somos, sino por lo que no somos: uribistas. Clasificados por sus clasificaciones, el peligro para la sociedad puede ser más ellos, los polarizadores, que quienes, a priori, no tenemos una matrícula política ni cedemos a su maniqueísmo ideológico de los buenos contra los malos, entre otras cosas, porque si los buenos fueran más, esté país no estaría llevado del putas.

Otros escritos de este autor: https://noapto.co/pablo-munera/

Califica esta columna

Te podría interesar