Años de pandemia, que parecen más largos, al menos los primeros lo parecían. Apenas nos vamos despertando de ese letargo oscuro de los confinamientos, de las restricciones más estrictas, recuperamos una rutina que creíamos que no volvería y va a la par de vacunaciones espaciadas para no volver a caer en el encierro. Nos hacemos conscientes que todo lo que creímos que cambiaría no fue tanto y que al final hay prácticas deleznables enquistadas en lo que somos como sociedad, como seres humanos, que están ahí intactas, si acaso durmieron un rato.

De nuevo los mismos problemas: el desprestigio de instituciones públicas y privadas, de esas mismas que antes fueron cimientos y hoy parecen torpedos contra el estado moderno y la sociedad que conocemos y hemos construido, al menos en occidente. El cuestionamiento de la democracia – ¿o será su ocaso al que asistimos impávidos? – y la exacerbación de la ira, justificada, contra las prácticas corruptas y clientelistas que abre caminos a los populismos y autoritarismos en muchos lugares del mundo. Imposible no pensar que es peor el remedio que la enfermedad.

Y de nuevo la guerra, la claudicación del sistema internacional actual, ese que se construyó justamente para no volver a la sin salida de la primera y segunda guerras mundiales. La mirada atónita y angustiante ante el avance del deseo expansionista de una potencia que invade a un país vecino y el llamado clamoroso del gobernante invadido para que el mundo no lo deje solo, y no está solo pues todos estamos viendo en tiempo real como aniquilan al país invadido, más pequeño y con menos fuerza para defenderse, pero nadie quiere entrar a apoyarlo. Un problema que no es nuevo y que siempre envejece mal, parece incluso más un guion.  

¿Qué nos queda? Ante la comprobación del desbarajuste nos queda el humanismo, la esperanza que como seres humanos hemos encontrado en la historia formas de resolver los problemas comunes y colectivos, formas imperfectas y deficientes que flaquean ante retos renovados, pero formas que también han sabido adaptarse y entre ellas la mejor es la democracia, a la que no podemos renunciar a mantenerla y mejorarla.

Nos queda también alejarnos de las miradas catastróficas, del apocalipsis en análisis de trinos, del no futuro. Tenemos que aferrarnos con optimismo (que no es ingenuidad) a la capacidad de encontrar las conexiones humanas que nos ha permitido siempre construir sociedades que progresan, sin duda progresan, en camino difíciles, pero progresan. Y parte de ese progreso está centrado en los mecanismos de vigilancia y control del poder, que ya no puede operar en las sombras o con la distancia como aliado, el inmediatismo en el que vivimos puesto al servicio del control de la autoridad para hacerla más respetuosa.

Finalmente nos queda la confianza como la fuerza viva que crea sociedad y resuelve problemas de acción colectiva, la cooperación entre seres humanos y la generación de capital social. Nos queda insistir, como me enseñó Adolfo Eslava, que pese a que los incentivos de valoración del dinero, la fama y el poder son muy fuertes, también lo son y quizá son más poderosos los del amor fraterno entre parejas, padres e hijos, hermanos y amigos. Nos queda eso, persistir en el amor cercano y la confianza como red para salir de las crisis.

5/5 - (4 votos)

Compartir

Te podría interesar