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Crecí en una ciudad encuadrada entre montañas. En donde me podía trepar al árbol de mango al lado del diamante de béisbol para cogerlos biches, y después pedir limón y sal en la tienda y compartirlos con mi papá; un mordisco él, uno yo. Y en donde el arte se respira por los poros, desde mucho antes de que el grafitour de la Comuna 13 se popularizara. Todavía recuerdo la primera vez que fui al Parque de San Antonio y vi el pájaro de Botero, estallado por las varias toneladas de dinamita delincuente.
Una ciudad que me enseñó el valor del trabajo duro, de las largas horas laborales, porque sin madrugar no seríamos paisas. Un valor con el que no siempre estoy de acuerdo, cabe aclarar. Tierra de machetes y de guaduas, de quebradas y sancochadas al borde del río, de un empresariado contundente y feroz que, aunque polémico, me ha dejado muchísimas aspiraciones, reflexiones y anhelos.
Una ciudad goda como ella sola, en la cual no se habla de política, ni de fútbol, ni de religión. Ni de feminismo, ni de izquierdas, y hasta hace muy poco, tampoco de explotación sexual, de turismo desenfrenado, de la conspiración de quienes nos gobernaron con el paramilitarismo. Una ciudad que ha bañado sus calles en sangre porque sí, porque no, porque también, y que ha amontonado a sus juventudes en camiones después de las barridas en los barrios populares.
Crecí también comiendo butifarra de afuera del estadio, papita criolla con limón, o perro caliente con salsa de piña, viruta de papa, y tres huevos de codorniz. Viendo los montones de fruta madura en los carritos de los vendedores, y esperando a diciembre para ver los alumbrados que han adornado al río desde que tengo memoria. Comprando en la panadería de la esquina una avena espesa quién sabe con cuántas cucharadas de azúcar, pero que aún hoy sabe a hogar.
Aprendí a manejar un carro en una ciudad con tanta loma que ahora siento podría manejar en cualquier parte del mundo. Y bien lo reconocen mis amigas de la universidad, cuando dicen que soy la mejor piloto que han conocido porque cuando hay que arrancar en subida, el carro no se me va ni un centímetro para atrás. Claro, porque arranco con el freno de emergencia, como me enseñó mi papá.
Qué privilegio enorme haber nacido mujer en esta ciudad. Aunque vivo en la sombra de las violencias cotidianas que enfrentamos todas, todos los días, envuelta en silbidos de desconocidos indeseados, no he dudado ni un segundo mi lugar en el mundo. Y he tenido la gran fortuna de que mi lugar yace exactamente donde tomé mi primer aliento, aquel 10 de septiembre.
Esta ciudad saca callo, tal vez por eso soy como soy. Quizás por eso en el pasado me han llamado problemática, conflictiva. Pues claro, porque en una ciudad como esta, con todos sus matices, entre toda su belleza, hay que sacar las garras de vez en cuando. Me he preguntado muchas veces cómo hubiera sido si hubiera nacido en otra parte, si mi idioma no fuera el español. ¿Habré salido tan criticona, tan demandante?
Esta ciudad primero me enseñó que calladita me veía más bonita, pero por cosas de la vida, yo lo tomé como un desafío. “Es que Salomé habla más bien poquito,” siempre han dicho mis papás entre risas. Y al final, también los tuve a ellos, quienes contrario a la experiencia de muchas, siempre me escucharon. Aún lo hacen, como si lo que yo tengo para decir fuera igual de importante a sus comentarios.
Después Medellín me mostró que ese silencio es complicidad. El quedarme callada ante situaciones de injusticia no solo va en contra de mi esencia, sino que me hace partícipe de ellas. Entonces, más fuerte empecé a gritar, y me encontré con la idea que ha guiado todos mis esfuerzos, aspiraciones y trabajo; si yo no, ¿entonces quién?
Hubo varios años que pensé que mi ciudad me exigía belleza. Me quise operar la nariz, comía una vez al día, tomaba agua para hacerle creer a mi cerebro que no tenía hambre, porque eso es lo que me dijo una amiga que funcionaba para bajar de peso. Era más alta que todas mis amigas, y le pedía todas las noches a Dios, cuando rezaba el angelito de la guarda, que parara de crecer para ser más normal. ¿Es que usted qué novio va a conseguir si todos van a ser más bajitos que usted?, me dijeron algunas veces.
Aprendí a maquillarme a los doce años, y luché con un acné que, aunque no desmesurado, era incómodo. Tuve brackets, y a los dos años me partí los dientes jugando bota tarro en el colegio. Un año antes de eso, me abrí la pierna por encaramarme a un árbol, y me sentía culpable por la cicatriz que me quedó, aunque ahora la llevo con la nostalgia que implica una herida del combate de la infancia. Lloré porque ya no podría ser modelo, “con esa cicatriz tan fea.”
Me sentía fuera de lugar por tantas paradojas, porque lo que yo soy no se alinea con lo que se espera, y lo que se espera no es lo que me enseñaron a ser. Aunque calladita y quietica me veía más bonita, sentía la bulla y el movimiento casi en los huesos, y esa incapacidad por la quietud no la abandoné en la infancia. Ha progresado conmigo a cada etapa de mi vida.
Tuve que irme de Medellín para darme cuenta de que ella es mía, y yo de ella. Y desde ese primer instante, hace cuatro años, todo lo que he hecho ha sido con la esperanza de que pueda darle a esta ciudad una fracción de lo que me ha dado, y dejarla mejor que como la encontré. No pensando en unos hijos que no existen, ni en las generaciones futuras. Sino en el hoy, en el ya.
Y como creo que las palabras importan, empecé a escribir y me encontré con que este es el camino que quiero para mi vida. Entonces, entre todas las historias de amor que he escrito, vivido e imaginado, esta es la más linda; la mía con mi ciudad. La de Medellín con su Salomé.
Otros escritos de esta autora: https://noapto.co/salome-beyer/