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«La palabra apátrida, extrañamente hace unos años, se había vuelto algo así como positiva. Ser apátrida era no ser nacionalista, ser cosmopolita. Pero ahora de nuevo esta palabra ha recobrado su sentido originario de ser expulsado por un dictador.»
Carlos Pereda.
“Cuando llegué a Suecia me sentía como un conejo despellejado porque mi piel la constituía todo lo que abandoné.”
Theodor Kallifatides.
Le pregunta un hombre a una venezolana que tiene un negocio en Guatapé, un municipio turístico de Antioquia, Colombia, que ella de dónde es, y la mujer le responde maravillosamente: “de aquí, del mundo.” Suena curioso desde la costumbre de definirnos según las líneas que dibujaron los hombres hace tiempo y los derechos particularmente distintos que les corresponden. Pero esa respuesta ante un intento de clasificación es, sencillamente, lo natural: que somos todas personas que habitamos este planeta común por un azar que hemos olvidado.
Contaba la periodista María Ramírez en un artículo en El Diario de España, hablando sobre la posibilidad de las fronteras abiertas, una historia que compartió la escritora albanesa Lea Ypi sobre unas vacaciones en las que cruzó la frontera entre Albania y Grecia: mientras ella y sus hijos hacían fila en ese proceso infernal en torno al pasaporte, una tortuga atravesó aquella línea libremente. Entonces, su hijo de seis años le preguntó si la tortuga era griega o albanesa, a lo que tuvo que responderle que las tortugas no tenían país. Decía la periodista que algunos analistas “sugieren que un día miraremos a la política migratoria actual como hoy miramos al feudalismo y la esclavitud”.
Siempre hemos necesitado a los malos, calificar al distinto como peligroso para facilitar la imposición de normas que coarten las libertades e incrementen el poder de los líderes de turno. Como los que anuncia el poema de Cavafis, Esperando a los bárbaros, y la novela de Coetzee inspirada en ese poema: pueblos que pasaron de la paz al conflicto al inventarse un enemigo que hicieron realidad. “La frontera es un símbolo para políticos que se agarran a un muro como espejismo de seguridad”, dice también María Ramírez.
Son tiempos en los que se hace urgente pensar en el peligro de que el progreso tecnológico y científico remplace el progreso ético, como advierte el filósofo alemán Markus Gabriel. Es cada vez más fácil identificar ciudadanos, vigilarlos, detenerlos, relegarlos a campos de refugiados o, simplemente, dejar que se ahoguen en el mar, pero este ser humano tan avanzado, que además cuenta con una cama caliente, agua potable y un baño, no logra comprender lo elemental, reflejado en estos testimonios de refugiadas en el documental Marea humana (Amazon): “Nadie deja su país a la ligera, es muy complicado escapar, para encontrar paz en alguna parte” y “Lo que se perdió no importa, pero tiene que haber paz. Tiene que seguir valiendo la pena vivir.”
«Lo que las políticas concebidas para repeler y matar a quienes buscan protección no logran entender es que los refugiados ya han decidido que aquello de lo que huyen es peor que lo que los espera en la frontera», escribió la directora de la organización Al Otro Lado, Erika Pinheiro. Si queremos vivir mejor, avanzar éticamente para que las sociedades sean viables —y vivibles—, deberíamos ser menos como esos perros al borde de la carretera ladrándoles indefinidamente a los carros y más como un niño que explora la vida a través de una mirada limpia, ese que pregunta de dónde es la tortuga para entender lo que le resulta extraño, o que cuestiona cuando ve algo injusto que no querría que le pasara a él.
Decía hace poco Irene Vallejo en una columna: “Ya lo denunció en su sátira Cervantes: la identidad es un baile de máscaras al servicio del mejor pagador. Todos descendemos de un tiempo nómada y somos extranjeros en la mayor parte del mundo, cuando franqueamos la línea imaginaria de unas fronteras que existen únicamente en el atlas de las fantasías consensuadas. Si nuestras raíces son viajeras, solo una mente con pereza puede esgrimir pureza.”
Por eso hay que ponerles rostro a los números, especificar sus dolores, imaginarlos, partir de esa buena primera base que es contar mundos invisibles, como lo dijo Martín Caparrós recibiendo el premio Ortega y Gasset, porque “vivimos en una astilla y nunca vemos el árbol entero”. No hay que olvidar una sola noche a quienes cruzan océanos furiosos en barquitas inflables en la oscuridad de un mundo que se ha desentendido no ya de la ética, sino del corazón. Hay que recordar las tiendas de campaña en desiertos helados, en las que crecen generaciones enteras que no es que hayan olvidado, sino que no conocen lo que es ser humano.
Yo seguiré insistiendo en estos temas porque si no, ignoraría también el sentido de vivir. Me aferro a la fragilidad de un alma potente, capaz de conmoverse con aquello que se ha vuelto costumbre. Decía Manuel Vicent en una columna: “Un día se dio cuenta de que si en cualquier parte siempre era el más viejo se debía a que todavía cogía el avión, el metro, el autobús, iba al bar, al cine, al teatro y a los conciertos, en lugar de quedarse en casa amarrado al sofá ingiriendo mierda por televisión.” Mi voz se queda sola muchas veces, me duele todo lo impopular, no me ha hecho efecto la anestesia. Conservo en mi centro esta idea de Fernando Birri (atribuida a Eduardo Galeano): ¿Para qué sirve la utopía? Para caminar.
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