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Se está reduciendo nuestro lenguaje. La explosión de la información y la sobreestimulación de los datos, características de la era digital, nos han traído una nueva gramática, más corta, reducida tanto en forma como en fondo y, por demás, poco precisa, que busca más la eficiencia que la veracidad.

El encajonamiento de lo que se quiere decir en pocos caracteres, a los que se nos obliga en los escenarios digitales de discusión, simplifica los hechos políticos, económicos, sociales o culturales en beneficio de la indignación momentánea -que no llama necesariamente a la acción colectiva-; los vuelve consumibles y mercantilizables en la coyuntura y evita, o trata de hacerlo, la pausa, la demora y la maduración de las ideas. En la era digital no se profundiza en la conversación, sencillamente se reacciona.

Las palabras no se usan para describir realidades y hacer interpretaciones de éstas; son, simplemente, armas en el combate ideológico que menosprecian la diferenciación entre lo real y lo irreal, la verdad y la mentira, lo que existe y lo que no. No las tenemos como herramientas políticas sino como engranajes del mercado. Si una palabra no es consumible, desaparece; o se le cambia el significado para que encaje en una realidad creada para la homogeneización del individuo y su acoplamiento al sistema de producción.

No hay tiempo para el debate. Ahondar, estructurar y demorar lo que se pretende decir no es posible ya que vivimos en una era de la aceleración, del impulso y de la emocionalidad. Las palabras empujan emociones o no sirven. No son tenidas en cuenta para la conceptualización sino para la viralización y, siendo cada vez menos usadas por el hecho de que es la imagen la que domina el espacio digital, algunas han sido rediseñadas de tal forma que sirvan a los intereses del poder psicopolítico; por ejemplo, a las mentiras se les dice Fake News.

La posverdad es el término con el que se describe la posibilidad de que todo sea verdad o todo sea mentira. Ya no importa si un hecho es comprobable o no, lo que importa es si su significado puede ser puesto al servicio de una decisión de poder; si este significado pierde toda relación con la realidad que representa realmente se vuelve consumible en la lógica de eficiencia que las palabras en la era digital garantizan.

Las palabras se han vuelto efímeras. No se ahonda ni hay demora en el lenguaje. Lo narrativo, dando paso a lo aditivo, ha permitido la desaparición del relato en favor del trino. Hay que decir, aunque no se aporte significado ni símbolo. La obligación de opinar constantemente impide llegar a conclusiones o siquiera a la elaboración de argumentos en los que se tenga en cuenta, en una relación verificable, las causas y las consecuencias de un hecho.

La era digital no permite narrar ni demorarse en lo dicho; el poder psicopolítico necesita demarcar conceptualmente el campo de pensamiento de las personas para tener el control y ejercer sobre éstas su dominio. Seduce con la facilidad del lenguaje y la simpleza del análisis para ocultar lo que realmente sucede, y el individuo es solo el motor con el que se acelera el mensaje del poder, con el que se cimienta la decisión y se garantiza el objetivo.

La duda no es permitida porque, como hemos dicho, no se busca la veracidad sino la eficiencia. Lo que se dice debe servir para confirmar una decisión y no para estructurar un pensamiento previo a ésta. El lenguaje se usa cada vez menos en el ejercicio de argumentación y contraargumentación y más para delimitar y consolidar los dogmas de las tribus digitales. La libertad de rebaño no es libertad cuando la alteridad desaparece o se la entiende simplemente como la negación del yo.

Si no se rompe lo dicho por el poder con palabras nuevas, conceptos diferentes, textos profundos que ahonden en situaciones y hagan frente a lo panfletario, conversaciones demoradas y pausas en el juicio, el individuo estará preso de una gramática impuesta que cree propia. La libertad, para ser derecho, debe ser lenguaje. Si no se la nombra, no existe, y si se define de manera diferente a lo que es, sirve a su propia negación.

Las palabras usadas para la defensa de dogmas o la homogeneización del pensamiento sirven para apretar los grilletes digitales que nos atan a formas y fondos de concepción del contexto cada vez más cortos, vagos y contrarios a nuestra individualidad.

Necesitamos más y mejores palabras, y pausa en su conceptualización y su entendimiento. Decir enmarca el hacer; nombrar permite representar. El poder psicopolítico prioriza la obviedad para tener un control férreo sobre la acción, no tanto sobre el entendimiento, al que desprecia por pesado y estructurado.

La ralentización de lo que se dice en una era de aceleración sin límites es fundamental para promover otras perspectivas de comprensión de la realidad y para combatir lo que se quiere imponer desde un lenguaje corto, superficial, acelerado y descontextualizado. Decir lento para conectar palabras y conceptos podrá permitirnos ser precisos en la descripción de un hecho, combatir la mentira eficiente de la era digital y diseñar interpretaciones diferentes a las que se quieren imponer desde el poder psicopolítico.

Es necesario que vuelvan las palabras, que las conversaciones entre seres humanos se den en la presencialidad, la dificultad del lenguaje, la argumentación de ideas, la construcción de símbolos y la formación de significantes. La homogeneización del lenguaje, su acortamiento y aceleración, tiene el objetivo de impedir, en el mejor de los casos dificultar, la posibilidad de nombrar de manera precisa lo que sucede y que, de esta manera, sea el individuo, y no el poder, quien dicte lo que debe entenderse por libertad.

Otros escritos de este autor: https://noapto.co/daniel-yepes-naranjo/

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