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A mediados de los años treinta, inmerso todavía en la escritura de sus libros más reconocidos, J.R.R. Tolkien escribió un pequeño cuento alegórico, “Hoja de Niggle”, sobre un pintor de paisajes que se obsesionada por pintar cada hoja de un amplio bosque con un esclavizante compromiso por la perfección. El cuadro de amplio formato no estaba terminado, incluso, cuando la inminencia de la muerte era evidente para Niggle. Tolkien, que comentaba en el relato sobre sus propias dificultades con su enorme y compleja escritura, decía del pintor que cuando miraba su obra “no le satisfacía en absoluto, y sin embargo la encontraba muy hermosa”. El cuento termina con una recompensa metafísica. Niggle no termina su obra e incluso, a excepción de un fragmento con una sola hoja, todo el cuadro es utilizado para tapar las goteras de la casa de su vecino, pero el pintor encuentra la satisfacción de su obra, perfeccionada en su otra vida.
Tolkien era profundamente religioso, por supuesto, y en su misma comprensión del mundo creativo reconocía a las personas como “subcreadoras”, solo capaces de replicar versiones inferiores de la obra divina. Y al tiempo, en su ensayo “Sobre los cuentos de hadas”, resaltaba esa posibilidad de subcreación como una gota de divinidad compartida. Decía, por ejemplo, que “la fantasía creativa se basa en el amargo reconocimiento de que las cocas del mundo son tal cual se muestran bajo el sol; en el reconocimiento de una realidad, pero no en la esclavitud a ella”. Y que en la amplitud de esa realidad había algo profundamente mágico: la libertad y el movimiento de la realidad. La creación como nuestra única forma de mover la frontera insalvable entre el mundo real y otros mundos.
Pero volviendo a la insatisfacción del creador, Tolkien fue famoso por las constantes revisiones y reescrituras de sus libros. Sus más conocidas obras, El Hobbit y el Señor de los Anillos, sufrieron numerosos ajustes entre versiones y las notas recolectadas posterior a la muerte del escritor señalan muchas variantes en sus historias; sus cartas también recogen muchas ocasiones en las que Tolkien se sintió descontento con algunas de las interpretaciones que se hacían de sus libros o cuando deseaba ajustar algo en la manera en que sus versiones finales fueron publicadas. Tolkien también pintó y pintó hojas de árbol que consideró imperfectas hasta su muerte.
De nuevo, como el viejo Niggle del cuento, la insatisfacción no excluye la hermosura y el aprecio del creador. Niggle repetía y repetía hojas de sus árboles, siguiendo el trayecto de Sísifo, nunca terminaba; en parte, porque no quería hacerlo, o al menos, porque ese no era el objetivo de su creación. La obra busca ser perfecta, precisamente porque no puede llegar a serlo. Pero casi siempre la unidad de preocupaciones resulta reconfortante. Para todos los humanos, que somos creadores, pero, sobre todo, para los que lo hacen de oficio, subiendo y volviendo a subir las montañas del Tártano hasta el fin de los tiempos, el eco de esta angustia es un bálsamo.
Las cosas que creamos nunca estarán realmente terminadas.
Otros escritos de este autor: https://noapto.co/santiago-silva/