Nuevos mundos

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Tété-Michel Kpomassie tenía dieciséis años cuando decidió dejar su natal Togo para irse a Groenlandia. Recorrió África y cruzó Europa hasta llegar a Copenhague, la capital de Dinamarca, a cuyo país pertenece la isla helada. Su travesía le tomó ocho años y la relató en su libro El africano de Groenlandia.

La razón de su peregrinación fueron las serpientes. Cuando supo que en Groenlandia no había de estos animales decidió emprender el largo y caótico camino para llegar allí y librarse por fin de ellas.

En Dinamarca le advirtieron que el clima podría afectarlo hasta el punto de morir, pues su cuerpo no estaba acostumbrado a estar en temperaturas bajo cero. Cuando desembarcó, toda la población de Julianehaab lo estaba esperando. Nunca habían visto a un hombre negro.

La historia de Tété-Michel es la de la humanidad. Condensada en su vida, lo que él hizo lo han hecho millones de seres humanos en todas las épocas y por todas las rutas posibles. Ser humano es moverse, cambiar, andar nuevos caminos para encontrar nuevos mundos. Lo hizo Colón, lo hizo Magallanes, lo hizo Amelia Earhart, Marco Polo, y Hernán Cortés.

¿Qué es entonces migrar? Desde siempre ha sido una posibilidad, la puerta a una mejor vida, el acceso a cumplir sueños, a cuidar la vida propia y la de los demás dejando atrás lugares de origen inseguros y sin oportunidades. Es una de las formas más supremas de la libertad: andar por el mundo, de un continente a otro, de un país a otro, de un mundo a otro.

¿En qué momento y por qué motivo ser un migrante se convirtió en un delito? Me lo pregunto cada vez que veo imágenes de las deportaciones masivas que lleva un mes haciendo Donald Trump, mientras la clase media de su país se empobrece más y sus ciudadanos le piden de mil formas acceso digno a la salud. Y es que la obsesión por eliminar al otro tampoco es nueva. Es tan humana esa necesidad de cambio y descubrimiento como la del exterminio a lo desconocido y lo ajeno.

Es particularmente trágico que uno de los países que más se ha beneficiado y enriquecido con la llegada de hombres y mujeres de todos los lugares del planeta, sea hoy la imagen de un nacionalismo anticuado que tanto daño le hizo a un continente y a un pueblo hace ochenta años. Es además contradictorio y hasta grotesco, escuchar a Donald Trump hablar con tanta propiedad sobre Palestina e Israel, Ucrania, Canadá y México, y lo que sus gobiernos deberían hacer para “convivir en paz”, mientras sus políticas señalan y criminalizan a miles de personas en su propio territorio, y desentierra ideas de xenofobia y racismo en su país.

Decía Tété-Michel: “Lo que realmente me encantó de Groenlandia fue su animismo, que me recordó a África. Creen que cada objeto tiene alma: las focas, las ballenas, los renos salvajes; todos los animales tienen un espíritu, al igual que los humanos. Eso refleja nuestras propias creencias en Togo». Un hombre encontró ese puente invisible que conecta todas las culturas. Eliminó barreras enormes y desafiantes. Una conexión entre dos pueblos aparentemente opuestos.

Entonces pensé en que no somos tan diferentes los unos de los otros, ni los países ni nuestras banderas, ni siquiera nuestras religiones aunque les tengamos nombres diferentes a un mismo dios. Porque esta tierra alguna vez fue una masa unida que se separó por accidentes geológicos a lo largo de millones de años, pero fuimos nosotros los que nos encargamos de dividirla y fragmentar lo que alguna vez nos perteneció a todos.

Otros escritos de esta autora: https://noapto.co/amalia-uribe/

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