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Con gran razón está desgastada la frase de que calladitas nos vemos mejor. Ya nos espantaba a tantas de nosotras mucho antes de que se hablara de ella, nos hacía intuirla permanentemente en nuestro camino como mujeres incapaces del mutismo, incapaces de tragarnos nuestra visión del mundo porque eso equivaldría a estar muertas.
Crecer es irse haciendo consciente del pasado, ir entendiendo más lúcidamente lo que nos pasó. Cuando se es una niña llena de preguntas, una niña a la que el corazón se le sale del pecho tanto al soñar —sueños casi siempre demasiado grandes—, como al llorar, se ha entrado en la selva.
Descubrí hace poco a la escritora María Fernanda Ampuero a través de una columna sobre la furia que me sacó lágrimas. Le agradecí en silencio por existir y por atreverse a decir lo que dijo con la potencia que lo dijo. Introdujo su texto con esta idea de Maya Angelou: «Deberías estar furiosa. No deberías ser amarga. La amargura es como el cáncer. Se alimenta del anfitrión. No hace nada al objeto de su disgusto. Así que usa esa ira. Escríbela. Píntala. Báilala. Márchala. Vótala. Haz todo sobre ella. Habla de ella. Nunca dejes de hablar de ella.»
Es que han intentado suavizarnos infinitas veces mientras soñábamos con una furia que era solo sinónimo de pasión, de incapacidad de la indiferencia, de ganas de convertir el dolor de la vida en arte. Y cada intento de apaciguarnos ha sido un zarpazo a nuestra fuerza, a la posibilidad de un camino propio. A cuántas habrán apagado. Cuánto arte habrán impedido. “La ira, como la alegría, es una señal de que nos importa el mundo. (…) No se puede estar viva, viva de verdad, sin sentir ira. La furia, amigas, mueve mi feminismo, mi ecologismo, mi antifascismo, mi antirracismo, mi absoluta repulsión por las homofobias, transfobias, xenofobias y todos esos odios enmascarados de valores o de tradición. ¿Por qué otra razón iba a unirme a una causa si no es porque me emputa lo que le hacen a la gente indefensa?”, escribe María Fernanda y es también mi voz.
Hace poco sentí un cansancio profundo y lo descifré concluyendo que llevo prácticamente mis treinta y siete años nadando contra la corriente. Ahora veo más claro que desde niña, así no lo entendiera, intuí aquello de que calladita la vida oponía menos resistencia, en un sistema en el que cualquier indicio de mujer con ideas y voz alta incomodaba. Es que el sentimiento de, año tras año, ser la única que levanta la mano para preguntar por qué es desolador. “Todas las cosas se descubren después. La soledad, por ejemplo. (…) Aparece inesperadamente al mirar hacia atrás, instalada en un momento en el que no habíamos reparado”, dice Verónica Gerber en Conjunto vacío.
Muy temprano empieza el entrenamiento de la remada en contra y para eso se necesita fiereza. Siendo niñas se nos asoma un agujero en el pecho que crece, que aprendemos a manejar y que en muchos casos, con el tiempo, se refugia en el papel. “No, no, no y no. No quiero paz en mi corazón, no quiero gozo en mi alma, no quiero zen, no quiero mindfulness, no quiero sanar. Quiero abrazar este sentimiento y hacer con él cada cosa: bailar, marchar, escribir”, dice también María Fernanda, y yo pienso en la moda de los manuales para vivir mejor —ese positivismo tóxico—, que no son sino una apología a esa calma a la que nos vienen llamando desde siempre quienes tanto nos temen.
Nuestra furia es nuestra incapacidad de desentendernos del dolor. Del nuestro y el de los demás. Nuestra furia es la raíz del arte que pinta de colores la vida y le permite florecer. Es la gasolina para seguir nadando contra la corriente. La que nos permite aferrarnos a las raíces de los árboles para que los silenciadores no los arranquen. Nuestra furia produce la literatura más hermosa del mundo y, a partir de ahí, lo convierte en otro mundo.
Que sepas que tu voz es la de muchas.