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«En el refugio

el anciano ya se siente

como en casa», escribió el poeta Carlos Alberto Castrillón en Noticias de Gaza.

Ya no. No hay refugios en Gaza, no queda ya dónde esconderse de las bombas que llueven sobre lo que alguna vez el anciano y los niños y los jóvenes y los adultos llamaron hogar.

Les queda la frontera, irse, abandonar aquello a lo que alguna vez se aferraron: la idea de un territorio al que llamaron patria y que se fue haciendo pequeño, estrecho. Hoy son ruinas. Les queda el Mediterráneo, lanzarse al mar.

Paso las páginas del poemario escrito en julio de 2014:

«El niño llora

acompasado

con las alarmas».

¿Cómo se llora en la hambruna? ¿Le quedan líquidos al cuerpo para perderlos con el llanto?

Oigo a la periodista Mónica García Prieto en entrevista con Catalina Franco: «No es una defensa, asistimos hoy a una venganza», dice ella, curtida en guerras, en esa manía de la humanidad de cosechar horrores.

Veo al embajador de Israel ante la Organización de Naciones Unidas, Gilad Erdan, haciendo trizas ante el auditorio que es el mundo, la Carta de la ONU. Que lo sepan todos: que para el actual gobierno de Israel, Palestina ni en el papel.

Sobre los territorios bombardeados a veces caen cajas con comida. Un par de veces los suministros han causado la muerte de algunos palestinos. Da igual que lo que caiga del cielo explote o alimente si al final te mata.

Escribo esto y creo que sirve para algo. ¿Es acaso para apaciguarme?

«¿De qué me estás hablando, amigo mío?

¿No ves que mi conciencia está tranquila?

¿Qué tengo yo que ver con lo ocurrido

en Sabra y Chatila?», cantó Alberto Cortez. La canción la grabó en 1983 y hace parte del álbum Como el primer día. Era la última del lado A de aquel acetato. La oí de niño, me la explicó mi papá. Un año antes había ocurrido aquella masacre.

Oigo que alguien grita «Mentirosos», mientras Tamar Kaplna-Tourgeman, la abogada que ante el Tribunal Internacional de Justicia, exponía los argumentos para que a sus representados los dejen seguir disparando, bombardeando, arrasando, masacrando hasta lograr el objetivo de Benjamin Netanyahu: desaparecer lo que alguna vez fue Palestina. Esa voz anónima es mi voz, también. O lo quisiera.

«¿A dónde está el orgullo de los hombres,

o acaso hay que decir hipocresía?

¿Por qué tanto dolor no tiene nombre

en Sabra y Chatila?».

Veo unas fotos que el reportero Eduardo Soteras Jalil tomó entre 2014 y 2015 en Palestina. Son imágenes para cuando la memoria falle, para cuando el mundo olvide, para cuando se imponga el relato del vencedor, para que quede constancia de  que allí hubo ciudades, hospitales, colegios, vida…

Leo al periodista Pablo Ordaz que se pregunta: «¿Y tú, qué hacías cuando destruían Gaza?». Nada, me respondo.

*El título de esta columna lo tomo prestado del poemario de Carlos Alberto Castrillón, una obra bella y terrible, publicada por Frailejón Editores.

Otros escritos de este autor: https://noapto.co/mario-duque/

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