¡No me grite!

Para escuchar leyendo: Comienzo y final de una verde mañana, Pablo Milanés.

En una época en la que la velocidad parece más valiosa que la reflexión, los debates —tanto públicos como privados— se han ido transformando en espectáculos de volumen. Cada vez más, vemos cómo algunas personas creen que alzar la voz, interrumpir y hablar más fuerte que el otro equivale a tener la razón. Gritan para imponerse, para asustar, para silenciar. Confunden intensidad con inteligencia. Pero gritar no es argumentar, y hacer ruido no es lo mismo que tener razón.

Este fenómeno no es nuevo, pero sí parece haber ganado terreno en tiempos de redes sociales, de polarización extrema y de cámaras siempre encendidas. Políticos que convierten el Congreso en un ring de boxeo verbal, ministros que amagan golpes en esos mismos Parlamentos, ciudadanos que interrumpen para no dejar hablar al otro, o usuarios en internet que escriben en mayúsculas como si el teclado pudiera ganar debates por volumen. Todos parten del mismo error: creer que imponer la voz es vencer al argumento.

Gritar es, la más de las veces, un acto de desesperación. Cuando las ideas no alcanzan, cuando los datos no sostienen, cuando el razonamiento flaquea, entonces aparece el grito como una muleta emocional. Es más fácil atacar que explicar, más cómodo descalificar que construir una lógica. En el fondo, quienes gritan no buscan convencer, sino dominar. Y eso no es debatir: es aplastar.

Además, el grito suele ser una forma de violencia simbólica. Interrumpir, humillar, ridiculizar o intimidar con el tono es una manera de callar al otro sin siquiera escuchar. Y cuando el objetivo es callar, no hay posibilidad de encuentro ni de aprendizaje. Un debate sano no necesita decibeles altos, sino argumentos sólidos. No necesita ganadores, sino ideas que se crucen, se pongan a prueba y, en el mejor de los casos, evolucionen.

Hace años, en una tertulia maravillosa con Néstor Armando Alzate, nos recordaba cómo en la época cruel del Cartel, se había logrado establecer que los miembros de ese grupo tenían un bagaje lexical minúsculo en comparación con el promedio de la ciudad. Alzate nos decía -y cuanto lo pienso hoy- que cuando la palabra se agota, la violencia se colma.

También hay que decir que muchas veces se tolera —e incluso se aplaude— a quienes gritan, sobre todo si coinciden con nuestras ideas. Hay una fascinación peligrosa con quienes dicen las cosas sin pelos en la lengua, con aquellos que andan con mano fuerte y tienen los pantalones bien puestos; algo que deseamos cuando vamos a votar ¿cierto?

Pero defender una postura con firmeza no es lo mismo que imponerse con violencia verbal. La valentía no está en gritar lo que uno piensa, sino en sostenerlo con respeto, incluso frente al desacuerdo.

Lo paradójico es que quienes más gritan suelen ser los que menos escuchan. Y sin escucha no hay diálogo. Hay monólogos cruzados, hay escándalo, pero no hay entendimiento. Un verdadero debate no necesita ganadores a gritos, sino participantes capaces de hablar con claridad y, sobre todo, de oír al otro sin estar pensando en la próxima interrupción.

La democracia —en cualquier ámbito— se sostiene con palabras, no con gritos. Y la conversación pública se empobrece cada vez que dejamos que la prepotencia reemplace al pensamiento. No se trata de ser tibios ni de evitar los temas difíciles. Se trata de entender que las ideas no se imponen a gritos: se defienden con argumentos.

Porque en últimas, quien necesita gritar para convencer, es quien no tiene nada para decir.

Ánimo.

Otros escritos de este autor: https://noapto.co/santiago-henao-castro/

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