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“Oigo el ruido de los huesos arrojados contra la pared. Es la voz de todos los que me formaron.”
Léxico familiar. Natalia Ginzburg.
“No hereden el odio. Después de cuanto acaba de pasar (las infinitas matanzas, los campos de exterminio, la bomba atómica, los millones y millones de muertos), el mundo de mañana, el mundo en el que ustedes serán hombres, debe ser un sitio de paz.”
Las batallas del desierto. José Emilio Pacheco.
Cuando estaba chiquita —quién sabe si producto de la televisión o de la violencia descomunal del país en el que crecía— le preguntaba a mi madre cada noche antes de acostarme: ¿No pasa nada? Y ella me decía que no, que no pasaba nada, y entonces yo me quedaba tranquila porque mi mamá me había dado esa certeza y quién era el mundo para contradecirla a ella, que daba la vida por mí.
Esta semana se conoció en los medios de comunicación una sentencia de la Corte Constitucional de Colombia a favor de un niño de ocho años muy pobre, cuyo padre abusó de él y, estando en la cárcel, recibía la pensión que le dejó al morir la mamá a su hijo. La sentencia incluía un resumen especial en un lenguaje sencillo para explicarle la decisión al menor. Hablándole de tú, le decía que estuviera tranquilo, que había personas preocupadas por él y encargadas de su situación, que su abuela y él seguirían recibiendo la pensión, y que nadie podría obligarlo a ver a su padre si él no lo quería ver.
Cuando hay que tranquilizar a un niño con que no está obligado a ver a su padre sabemos que tantísimas cosas han fallado. Por eso sentí esas palabras como una especie de voz del universo que le decía a ese niño no estás solo, para rescatarlo así fuera simbólica, moralmente, teniendo en cuenta que la vida no considera quién ha tenido suficiente dolor. A veces las sumas de la suerte se hacen impensables, superan las pesadillas de las que es capaz la imaginación. Entonces los dueños de esos destinos necesitan saber que no son invisibles, que existe algo en esa misma sociedad que los ha condenado que puede salir en su defensa de alguna manera. Porque el abandono universal es la tierra más fértil para cultivar el odio y la desesperanza.
Y no es que la sentencia vaya a ser la salvación, así como la tranquilidad que me daba mi madre cada noche no era tampoco garantía de nada (lo evidenciaría yo más tarde escondida bajo una cama, cuando se entraron los ladrones a una casa de alquiler en la playa, recordando cómo unas horas antes mi madre me había repetido no pasa nada). Sabemos de sobra cómo funcionan los sistemas corruptos, burocráticos e ineficientes, casi siempre indiferentes. Sabemos que ya hay suficiente trauma en la vida del niño para que su presente y su futuro sean complejos, pero algo puede surgir de esa voz que representa la no indiferencia. Veo en esta sentencia la humanización de un niño invisible, que representa a millones de niños —y personas— invisibles, a quien se le habla directamente para animarlo a continuar.
Es que cuando a alguien le hacen daño quienes deben abrigarlo, la sociedad debe jugar un rol fundamental. Como en la comunidad internacional, que en casos de estados incapaces de defender a sus ciudadanos y que, por el contrario, se convierten en sus agresores, existe la llamada Responsabilidad de Proteger, más allá de la soberanía de dichos estados.
Buscamos refugios que nos resguarden en el presente y nos muestren una luz de futuro. Lo mínimo que necesita uno en la vida para seguirle luchando es saber que no está solo, que cuando le pregunte algo al universo alguna voz le responda que todo estará bien, así no todo vaya a estar bien. Eso no solo para poder vivir, sino para no heredar el odio.