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Nos mentimos, mucho. Tratamos de convencernos de que somos amables y considerados. Nos importa la imagen que proyectamos y lo que otros piensan de nosotros, y si es necesario autoengañarnos para mejorar esa imagen, de alguna manera muy rara, terminamos creyendo en nuestras mentiras. Y no me refiero a las realidades mentales extremas que generan algunos pacientes psiquiátricos. Me refiero a usted, a ella, a mí. Nos mentimos, mucho.
Nos convencemos de que somos compasivos cuando hacemos un gesto mínimo de generosidad. Nos creemos inteligentes porque juntamos dos datos y decimos una frase medianamente interesante cuando nos vemos con los amigos. Nos dormimos convencidos de que mañana madrugaremos a hacer deporte. De aquellos de derecha soy muy distinta porque yo sí pienso. No robo, no mato, no miento… y al final, ni lo uno ni lo otro. Todo el día nos persuadimos de ideas sobre nuestro mundo, y peor, tramos de volver verdad los sentimientos inventados. Es relativamente fácil creernos los propios engaños. Incluso, cuando contamos con un tris de consciencia no nos libramos del todo de la auto mentira.
Engañarnos a nosotros mismos parece ser un mecanismo de defensa. “Que el mundo fue y será una porquería, ya lo sé”, dice el tango, y entonces, nosotros, individuos carentes e incompletos tratamos de protegernos con los recursos mentales que tenemos disponibles. Y de la auto mentira le abrimos pista a la incoherencia. Romantizamos la misera cuando creemos que es bella una imagen que retrata la pobreza y el abandono estatal. Hacemos turismo “ecológico” pero no separamos los residuos en la casa. Decimos que la libertad es un valor supremo, pero ¡ay de quien nos contradiga! Mentirosos e incoherentes.
Y sí, la mentira y la incoherencia hacen parte de nuestra cotidianidad, pero, ojo. Ojo. ¡Ojo! Si bien, no podemos vivir en una constante de verdad y coherencia, tampoco podemos construir la propia idea de nosotros en un valle de justificaciones inventadas. Las ilusiones de lo que queremos ser no son la realidad de lo que somos. Tal vez, si nos permitimos más reflexión sobre nosotros mismos, podríamos darnos cuenta de que, a veces, la mentira nos protege de la crueldad y que necesitamos un mínimo de placebo para transitar en la propia existencia.
Pero, ¿qué pasa entonces cuando creemos en las mentiras de otro y las consideramos propias? ¿cómo funciona el cerebro cuando nos hacen creer que somos parte de algo, pero no lo somos? En época de elecciones presidenciales nos mentimos con mucho ímpetu; y la peor parte es creer en las mentiras del candidato para auto justificarnos. Ellos saben de demagogia y de persuasión. Nos hacen sentir parte de algo que no somos. Para ellos, la verdad no es una opción.
Para no enredar la pita, un ejemplo. Cuando “Don Federico” saca vallas (por demás excedidas en cantidad, pero eso es otro tema) diciendo que es “el presidente de la gente”, ¿él qué cree que es la gente?, y, sobre todo, ¿cuál “gente” se siente parte de esa “gente”? Parece, por encima, que esa “gente” se miente, y mucho. Les van a “expropiar” los bienes que no tienen. Son “el cambio” para que todo siga igual. “Más seguridad, menos impuestos”. “Más penas para los corruptos”. Una cosa es la mentira como sustituto de un mal mayor, como medio para evitar la crueldad. Pero otra cosa, profundamente distinta, es hacer de la mentira la única opción para llegar al poder, pues creer que los electores somos todos ingenuos o brutos es la más deplorable auto mentira que se cree el candidato.