“Y la pulsión agresiva animal se desató en lo humano, se puso al servicio de la afirmación del Yo tanto individual como colectivo y ha quedado convertida en pulsión de muerte y destructividad, acompañada de trompetas y banderas, discursos justificadores de todo y sangre al detal. De esto jamás podría acusarse a las fieras depredadoras más violentas”.
Fernando Cruz Kronfly
De LA VIOLENCIA no puedo hablar. Y para las violencias cotidianas no son suficientes las palabras. Este estado de temor permanente es apabullante. Hay en nuestro ambiente un normalizado uso de violencias que padecemos, pero también, que ejercemos.
Las que padecemos las notamos con más facilidad. Finalmente, claro, duelen en nuestra propia carne. Habitar esta ciudad es ya un riesgo. Nos enfrentamos todos los días al dolor y a la miseria y, muchas veces, estos se traducen en frustración y acciones violentas. El solo ejercicio de caminar es ahogarse en un pantanero que tiene múltiples orillas y ninguna es refugio. En cada esquina, aquellos quienes sin condiciones materiales básicas y dignas recurren a las calles en busca del sustento básico. Los mismos que nos generan temor y desconfianza. Sabemos que nada nos separa y que somos tan vulnerables, que un mínimo revés nos puede ubicar en sus mismas condiciones.
Allí, en la vía, aquellos que transfieren su soberbia al carro que manejan. Quienes sienten que todo carril les es insuficiente, que los demás somos lentos, y que si se encuentran frente al infortunio de no ser los primeros en el semáforo, entienden este como un signo que los impulsa a pitar fuerte, repetido, porque el de adelante es un estorbo. Los mismos que parquean, ahí, en cualquier lugar, impidiendo el normal tránsito de otros, porque qué importa si los demás deben hacer maromas para continuar. Se creen dueños: “Gentes que todo lo consideran suyo/ que quiebran y arrancan/ que ni siquiera agradecen el aire”, como dijo José Manuel Arango.
Y en la sala, aquellos que no conversan, quienes no ven en el otro un interlocutor sino un receptor. Hablan de sí mismos con la vehemencia, incluso, de hacerse preguntas para auto-responderse. Aquellos que aprovechan cualquier encuentro para recurrir a la auto-referenciación, porque, al fin y al cabo, sus vidas les parecen tan suficientes que, ¿de qué más podría hablarse? Otros que recurren, como fórmula, al “¿si me entiendes?”, descargando en el otro la responsabilidad de la comprensión, sin siquiera preguntarse si, tal vez, es quien habla el incapaz de comunicarse.
En fin, así, apenas puntadas de las violencias cotidianas que padecemos. Y ahora, la pregunta por las violencias cotidianas que ejercemos. Esta nos cuesta más. Reconocernos dañinos es un horror. Saber que en nosotros también habita el Señor Hyde nos hace tambalear desde la raíz. Negamos a otros el reconocimiento de sus logros; creemos que aquel es bruto porque no actúa como nosotros lo hubiéramos hecho. Juzgamos, aun, por la ropa y las formas. A aquellos de las esquinas ni los miramos porque, tal vez, en el fondo, el miedo es reconocernos en su humanidad. Apabullamos con la mirada a quien consideramos “menos”. También aturdimos con el pito y adelantamos por el carril de la derecha. No somos amables con los extranjeros en general, lo somos selectivamente con aquel a quien percibimos próspero. Aporofóbicos, aunque no lo reconozcamos. Maltratamos con la palabra y con el silencio. Sabemos qué decir para humillar y qué callar para generar incertidumbre y dolor. Somos crueles e insensatos.
Y en este atolladero ¿qué hacemos? Ya Freud nos dijo que la relación con los otros seres humanos es quizás el sufrimiento más doloroso, y ubicó la cultura como una manera de regular las relaciones entre sí. Pero, en una sociedad tan desinstitucionalizada, con niveles de corrupción, pobreza y desigualdad absurdos, donde los comportamientos mafiosos permean toda cotidianidad, ¿qué hacemos? ¿cómo nos defendemos de la fuerza bruta? y ¿cómo superamos la desesperanza?
Recurrir a discursos de amor parece ingenuo. Pero no tenemos más alternativa que superar la palabra para vivir la experiencia amorosa. En este tiempo y espacio que habitamos somos naturaleza y cultura, entonces, la salida, tal vez, esté iluminada por la reflexión permanente y vigilante. Es el amor, esa rareza, la posibilidad de reconocernos en el encuentro con el otro y que nos convoca, con nuestras fragilidades y fortalezas, a relacionarnos como seres humanos, condición que tantas veces olvidamos.