Rezar la novena del Niño Jesús era uno de los rituales navideños de mi familia. Mi abuelo leía la Oración Para Todos Los Días; mi mamá, el relato del día correspondiente; mi abuela, la oración a la Virgen María; uno de los tíos, la oración a San José y, alguno de nosotros —los “chiquitos”— la oración al Niño Jesús. Leer en voz alta la novena en frente de la familia reunida era, también, el ritual de iniciación de una pequeña comunidad de lectores. Cuidar la dicción, respetar la puntuación, pronunciar correctamente y no señalar el renglón con el dedo eran nuestros pequeños logros. La recompensa, una sonrisa cómplice del abuelo y, en mi caso, recibir de regalo un libro cada vez más “difícil”, es decir, con más páginas y menos dibujos.
Para nosotros los niños el momento más esperado de las novenas era la lectura de los “gozos”. Además de leerlos podíamos tocar maracas, panderetas y flautas ¡era una fiesta! Con mi hermano siempre competíamos para leer el verso que empieza “Rey de las naciones…” Calculábamos los turnos a partir del número de primos y primas presentes para escoger el lugar en el que nos íbamos a sentar y esperábamos ser honrados con la lectura de una frase que nos encantaba y que aún hoy nos hace reir: ya la oveja arisca, ya el cordero manso.
Luego de años de repetición, las palabras de la novena se grabaron en nuestras cabezas. Sostener el librito se convirtió solo en un gesto, como el de poner a rodar un disco y bajar la aguja para que la música empiece a sonar. Ese grabado coincidió con la superación inevitable de la inocencia que acompañó nuestros años infantiles: la edad hizo que nos pareciera que la Navidad perdía algo de su brillo. Cuando el menor de los primos se aprendió de memoria la novena y dejó de creer en la magia que hace aparecer regalos al pie de la cama toda la familia envejeció de golpe.
Parece que la Navidad en una familia sin niños se degrada a una cena cualquiera, a un encuentro entre adultos que se saben la vida de memoria y que olvidaron el asombro con el que algún día desempacaron el mundo. Por lo menos de eso hablan las frases que se repiten por estos días: “este año no vamos a hacer nada porque los niños no van a estar” o “como vienen los niños vamos a hacer la novena y a poner las luces”. Entiendo de dónde viene la intención que las acompaña y agradezco que en mi infancia los adultos que me rodearon se hayan esforzado para que cada diciembre fuera especial, pero creo que esa fórmula que se repite es en realidad una excusa para mantenernos alejados de nuestra propia candidez. Aunque es imposible regresar a nuestros pensamientos de niños, sí podemos recordar cómo veíamos el mundo cuando apenas aprendíamos a conocerlo. Pensar en lo que nos gustaba hacer, con quién queríamos estar y qué nos emocionaba cuando éramos niños es estirar nuestra mano adulta para tomar la de ese ser chiquito que desde algún lugar del corazón siempre nos mira atento. Es decirle que sabemos que está ahí y que es parte de lo que ahora somos.
Esta Navidad la voy a pasar con Belén, de siete años, y Matías, de cinco y quiero invitar a Valeria-niña a que juegue con ellos. A que lea los gozos con la atención de la primera vez, a que calcule los puestos para que le toque decir “ya la oveja arisca, ya el cordero manso” y a que se ría con su hermano. A que esté pendiente del cielo nocturno y de sus movimientos, a que adivine qué son los regalos antes de abrirlos. A que mueva a los Reyes Magos en el pesebre, cada día unos pasos, hasta que lleguen a la cuna de Jesús recién nacido. A que siempre esté conmigo y me recuerde cómo se mira el mundo con asombro y curiosidad.