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Ni siquiera era capaz de escribir «menstruar»

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Menstruar nunca me ha parecido una experiencia mágica, sagrada, que conecta mi feminidad con algo superior y me limpia y da significado como mujer que soy. Cuando sangré por primera vez, recuerdo el susto que me abordó y la ausencia de entendimiento sobre todo lo que implicaba, tanto de forma individual como social. Hoy en día, que se escucha cada vez más la expresión “seres menstruantes”, me pareció pertinente tocar un tema tan íntimo como esta parte de la salud reproductiva.

Recuerdo bien el día que me vino; en el colegio ya a varias compañeras les había llegado y mi grupo de amigas y yo “practicamos” para estar preparadas para el «tan esperado» día. Cogíamos toallas higiénicas de nuestras madres o hermanas y nos las poníamos para acostumbrarnos a la sensación de aquel pañal, de alguna forma nos generaba emoción e intriga, era la expectativa de la adultez y el cambio; convertirnos en mujeres, dar un paso atrás a la niñez y ser un poco como las actrices y cantantes, nuestras madres, modelos y la muñeca de la Barbie. A todas les llegaba menos a mí, por ende todas eran más femeninas y desarrolladas que yo.

Eventualmente llegó y para mi sorpresa no cambió mucho: los senos no llegaron, tampoco las caderas anchas ni el irresistible atractivo que esperaba, seguía siendo una niña, tal vez un poco más hambrienta. Me incomodaba la toalla y la escondía de los ojos del mundo como el resto de mis compañeras, me daba tedio cada mes que volvía y lo estorbosa que era para jugar y dormir, correr o simplemente existir.

Crecer me permitió aprender a ignorarla, no tenerle miedo a los tampones porque podían quitarme la virginidad, y dañar y manchar las sábanas. Me acostumbré a que cada una de mis emociones fueran justificadas por otros como consecuencia de mis hormonas, como si tener rabia me hiciera histérica y llorar fuera símbolo de estar loca. Mi útero era el culpable de lo malo, irracional e ilógico; esto no solo me pasaba a mí, sino a cada una de las mujeres que como yo sangraban.

Me pregunté por qué entonces tantas personas apreciaban su periodo si yo rezaba para que fuera siempre en extremo corto, imperceptible e indoloro; y en el año 2019 lo pude comprender. Duré dos años sin la regla y algo que en un pasado pude ver como una bendición, representó un conflicto interno sobre mi identidad como mujer y la forma en la que comencé a habitarme. Sin mi periodo, mi cuerpo se convirtió en otro y con ello mis emociones: me volví plana y mucho más fría, el mundo estaba en otra escala de tonalidades.

Yo no soy mi menstruacción, tampoco ninguna persona que sea biológicamente mujer. Vivir distinto, no obstante, me enseñó a apreciar lo que sucede dentro de mi cuerpo y a agradecer su pleno funcionamiento. La menstruación no es divina porque eso mismo la haría extraña y ajena a mí y a cada mujer; apreciar que mi cuerpo sea capaz de esto es normalizar lo que nos sucede y buscar que las mujeres que vienen estén listas para verlo, abrazarlo y comprenderlo.

Me niego ahora a ensuciar aquella palabra, a dejar de incomodar por conversar sobre el tema y esconder, como todas hacíamos en el colegio, algo tan normal como habitar nuestro propio cuerpo.

Otros escritos de esta autora: https://noapto.co/mariana-mora/

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