Ni antropocentristas ni antropofóbicos

“Ser humano es el colmo del egoísmo y del altruismo a la vez”

Desde tiempos ancestrales, el ser humano se considera el centro del universo, su principal fuente de sentido. Las religiones monoteístas y la tradición judeo-cristiana en especial, acentuaron tal paradigma en Occidente. Todo desde la prédica, claro está, porque durante miles de años estuvimos sujetos –resignados– a los designios de dioses, reyes, faraones y emperadores.

 
En otras palabras, quizá éramos, nos creíamos y hasta fuimos el centro de la naturaleza, del planeta, pero no, nunca, del universo. Y no todos, por supuesto, sino las castas privilegiadas. Con tal estatus, vivimos convencidos durante siglos de que todos los demás organismos, seres vivientes y sintientes, incluyendo a nuestra madre naturaleza, estaban a nuestro servicio y disposición para ser explotados en aras de satisfacer nuestros insaciables deseos.

No contentos con ello, la subordinación a dioses, reyes y emperadores nos fastidiaba, con toda razón. Sin embargo, una secuencia de cambios tecnológicos, sociales, culturales económicos y políticos, nos permitió emanciparnos, en parte, de ellos. La invención de la imprenta, el renacimiento, la revolución científica, el enciclopedismo, la ilustración, la Revolución francesa, entre otros fenómenos, que podrían integrarse en lo que se conoce como modernidad, fueron configurando otra sociedad en la que se puso al hombre, ahora sí, en el centro del universo. De ahí que algunos denominan a este tiempo como la era del humanismo.

A ese periodo, que podríamos ubicar entre finales del siglo XV y lo albores del siglo XX es a lo que podríamos llamar modernidad o Antropoceno, pero desde una perspectiva cultural, mas no geológica. Allí se puso al ser humano como principal fuente de sentido de la existencia: en torno a él debería valorarse todo cuanto existiera. Ah, pero no todos los seres humanos, sino, básicamente, los del sexo masculino, blancos, occidentales y “racionales”, como lo plantean tantos críticos de la modernidad “humanista”, entre ellos la filósofa Rosi Braidotti, en su libro Lo Poshumano, donde aborda el tema del título desde diferentes aristas.

Comparto casi todas las críticas de Braidotti y tantos otros filósofos sobre lo excluyente que terminó siendo la modernidad humanista. El machismo, el racismo, el racionalismo y el antropocentrismo arrasador con el planeta y los demás seres vivos deben ser resistidos y combatidos. El antropocentrismo no es que esté mandado a recoger, es que nunca debió haber existido. Ni los seres humanos ni el hombre masculino debieron haber sido el centro o el amo de nadie ni de nada. 

Pero como tantas otras críticas y movimientos críticos, terminan siendo tanto o más radicales, en su sentido extremista, que lo que critican. Escucho, por ejemplo, a feministas diciendo que el hombre, de sexo masculino, es el germen de todos los males de la humanidad, como si fuera la única o principal forma de exclusión y opresión que ha existido. Oigo también a ecologistas decir que los seres humanos somos “la peste de la naturaleza”, o la “especie que sobra”, sin la cual el planeta existiría en permanente equilibrio. Algo de razón tienen, pero no toda ni en todo. El ser humano, como otros seres, es funcional y necesario al ecosistema planetario, y el hombre no solo ha sido productor del machismo, sino también producto del mismo y, muchos de ellos, víctimas de su propio invento y de otro tipo de discriminaciones de raza o clase, por ejemplo. Una amiga feminista decía que el hombre más desgraciado del mundo vivía mejor que cualquier mujer, por más privilegios que tuviera. Otra, más radical, argumentaba que si una mujer agrede físicamente a un hombre, “siempre” será por una razón justa, porque en la mujer nunca podrá estar el germen de la violencia.     

Si el antropocentrismo ha sido nocivo, la antropofobia también. Como si no bastara con la resistencia política, ahora se suma la aplanadora tecnológica: con el transhumanismo, poshumanismo, inteligencia artificial y otras tecnologías mediante, los profetas de las tecnorreligiones preconizan, con satisfacción, la desaparición de la especie humana y su reemplazo por otro ente superior.

Plantean que ya, gracias a los desarrollos tecnológicos en marcha, no solo es posible, sino también necesario, deseable y, más inquietante aún, la máxima expresión de la humildad e inteligencia humanas, porque crear la especie que lo supere y lo vuelva a uno obsoleto y lo desaparezca de la faz del universo es lo más sublime que puede hacer. La verdadera evolución natural, para ellos, como lo exponen Sigman y Bilinkis en Artificial. La nueva inteligencia y el contorno de lo humano. Entre otras razones, porque harto mal le hemos hecho al universo.

No sé si eso pueda llegar a ser posible: dependerá de si la química del silicio puede igualar o superar a la química del carbono, pero de ahí a que sea lo más encomiable que podemos hacer, hay mucha diferencia y posturas para debatir. De esclavos pasamos a amos y ahora a desechables. De un extremo al otro y luego, de vuelta, a la posición más miserable. Ni antropocentristas ni antropofóbicos. Enhorabuena nos hemos dado cuenta de que no somos el centro del universo, y ni siquiera del plantea, pero tampoco para plantear que que somos los parásitos a desterrar. Ni dioses ni demonios o, parafraseando a Nietzsche, “humanos, demasiado humanos”, con nuestras limitaciones y potencialidades.

Otros escritos de este autor: https://noapto.co/pablo-munera/

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