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Soy Juan Esteban García Blanquicett, estudiante de EAFIT.
Con orgullo, un muchachito.
Uno de los mayores logros de Colombia en términos de desarrollo ha sido la superación de la pobreza multidimensional, permitiendo que más personas accedan a la educación y a oportunidades laborales, rompiendo así los círculos viciosos de la violencia. Mi generación ha sido la más afortunada en la historia de Colombia, pero, como todo privilegio, esto implica una gran responsabilidad. Hoy, el desarrollo de Colombia está en riesgo debido a cuestiones ideológicas. Esta es mi historia, que en el fondo es la historia de una nación que ha logrado progresar a pesar de las adversidades.
Nací en 2006, en un barrio de la ciudad de Itagüí afectado por la violencia. Como tantos colombianos que han perdido a un ser querido, yo perdí a mi padre. Soy hijo de una madre adolescente que, con mucho esfuerzo y tenacidad, y con la ayuda de mis abuelos, me otorgaron el mayor privilegio de la vida: tener unos valores claros, que me han permitido enfrentar la vida con tenacidad y siempre con optimismo. Sin duda, en la famosa teoría de la cuna, no fui el más favorecido, pero estas condiciones nunca fueron un impedimento para soñar más allá de las estrellas.
Cuando entré a preescolar, mientras jugaba, Colombia implementó la política pública el “De Cero a Siempre”, que aseguraba que mis amigos y yo tuviéramos acceso a alimentos en buen estado y con alto valor nutricional. Este programa facilitó un buen desarrollo cognitivo, que más tarde nos ayudaría a lograr un desarrollo integral en nuestras vidas. Gracias a esta política pública, pude desarrollar un sólido equilibrio socioemocional, que posteriormente garantizó la excelencia académica y el liderazgo en el colegio.
Al ingresar al colegio, se produjo otro hito en el desarrollo del país: Colombia implementó un plan lector, y por fortuna, yo que era un niño tímido, descubrí mi paraíso en la biblioteca del colegio, y en medio del ruido de las balas, que por suerte se silenciaron rápidamente, descubrí mundos diferentes que me permitieron formarme como líder y como persona. Recuerdo las historias mágicas de aventuras que me convirtieron en un adulto con más preguntas que respuestas, con un interés claro por ayudar y servir, aspectos que posteriormente fundamentaron mi decisión de estudiar Ciencias Políticas.
Mientras estos cambios se daban en el país y en mi vida, mi familia siempre contó con la estabilidad que brinda una empresa. Cueros Vélez aseguró el bienestar laboral de mi abuelo y, por ende, el de mi familia. Mi abuelo, cada vez que llegaba de trabajar, me contaba la historia de esta empresa; yo quedaba asombrado y con ganas de conocer más sobre los empresarios y sus historias. Sin quererlo, tenía referentes diferentes a los que me ofrecía el contexto de violencia en el que vivía. Esos referentes me formaron en otras conversaciones, en otras historias, en otras maneras de ver la vida, y en el gozo intelectual de estudiar a quienes garantizan el florecimiento humano.
Tiempo después llegó un año desafiante para mí y para mi familia. Mi madre se enfermó de cáncer, una enfermedad de alto costo. Como dice un amigo, “Hay que vivir la soledad para comprender el verdadero valor de la amistad”. Esa incertidumbre de la muerte nos forja con una tenacidad diferente. Yo era un niño que no entendía mucho, pero aprendí sobre el liderazgo femenino, las luchas que enfrentan las mujeres para tener espacios propios, y la enfermedad como gran maestra. Por fortuna, en este reto mayor estuvieron presentes la EPS Sura y la Clínica CES, que con gran solidaridad y compromiso lograron tratar la enfermedad de mi madre, un hecho que siempre agradeceré profundamente. Este es el caso de miles de colombianos que se han salvado gracias al “terrible” modelo neoliberal que tanto desprecia la desdicha ideológica.
Al pasar a secundaria con excelencia académica, enfrenté un reto que me formó en llevar la contraria: la rectora de mi colegio no me apreciaba mucho, y cuestioné muchas decisiones en torno a la calidad educativa y la mediocridad en la formación. Este hecho me motivó a participar en diversos programas de liderazgo en instituciones tan valiosas como la Cámara de Comercio de Medellín y la Veeduría Todos por Medellín. Participar en estos procesos me brindó la oportunidad de hacer un curso de jóvenes líderes en la Escuela de Gobierno Alberto Lleras Camargo de la Universidad de los Andes. Ya en el grado 11, fui elegido representante y logré que varios compañeros ingresaran a la universidad, un logro obtenido gracias a la constancia y disciplina de ser líder y de ser un muchachito que habla lo que piensa con libertad y pasión.
Finalmente, logré estudiar en la universidad de mis sueños, EAFIT, y con orgullo soy becado por el empresariado antioqueño. Gracias a los empresarios y empresarias antioqueñas, hoy mi familia tiene más oportunidades, estudiar en EAFIT ha sido un aliciente para nuestros sueños. Esta columna la escribo para contar una de las tantas historias de progreso que ha tenido Colombia. Más allá del fanatismo y la erosión del debate público, independientemente de los ataques por una red social, estas historias han formado a muchos colombianos. Colombia vive momentos en los que la tiranía de la inmediatez nos está paralizando; necesitamos historias posibilistas, que hablen del progreso, muchos “muchachitos” que cuenten estas historias y defiendan el desarrollo ante la desdicha ideológica. Necesitamos más muchachitos.